domingo, 13 de septiembre de 2009

Libertad inmediata para el CAMARADA ARENAS

Lo que sigue es un extracto del relato con el que el “Camarada Arenas” participó en un pequeño "concurso literario" que se realizó en tiempos de la Comuna de presos políticos Carlos Marx, en la prisión de Soria.

EL POZO DEL TIO RAIMUNDO
En el Pozo del Tío Raimundo no hay agua corriente
ni luz eléctrica ni alcantarillado ni asfalto en las calles,
no hay escuelas para los niños, no hay lugar para el esparcimiento de pequeños y mayores.
En el Pozo del Tío Raimundo la gente llora y gime
durante todas las horas del día y de la noche.
El Pozo no es ningún infierno,
lugar donde los que van al cielo reciben tormentos eternos;
mas ni el mismo Dante hubiera empleado otras palabras para definirlo:
Por mí se va a la ciudad del llanto;
Por mí se va al eterno dolor;
Por mí se va hasta la raza condenada.
Las familias viven hacinadas en pequeños habitáculos.
Hay chabolas ocupadas por dos, tres, y hasta por cuatro familias;
todos revueltos:
ancianos, adultos y niños.
¿Cómo lo consiguen?, sólo ellos lo saben.
Unas cuantas tabernas
donde algunos hombres apuran hasta las heces la copa desbordante de su amargura;
tres o cuatro tenduchos pestilentes venden al fiao,
a verdaderos precios de lujo,
lo que no son otra cosa que los deshechos comprados a bajo precio,
de los productos que ya nadie adquiere en los establecimientos de los barrios donde habita la burguesía.
El ditero es un personaje harto conocido;
tan conocido como el cobrador de los recibos de la funeraria
–“el dinero de los muertos”-.
Todo el mundo sabe aquí lo que significa “abrir una cuenta al ditero”:
eso supone tener que ceder la tercera parte del mísero salario
por un par de mantas para el invierno,
las camisetas de felpa para los niños,
un par de camisas y unos pantalones para el marido,
y media docena de bragas;
es el ajuar de la familia
que habrá de renovar cada año y que hay que pagar puntualmente,
a plazos, por el doble de su precio al contado en la tienda.
Y al contado no se puede comprar nada,
ni tan siquiera el kilo de pan,
el carbón, las legumbres y el tocino diario;
luego, no queda más remedio que pagar lo que pidan si no se quiere morir de frío y de hambre.
Se vive al día sólo con lo puesto,
y eternamente endeudado al tendero y al ditero;
se depende eternamente de ellos.
Los críos pasan la mayor parte del tiempo en mitad del arroyo,
compartiéndolo con la piara de cerdos que andan sueltos hociqueando por el barro.
¡Ay de la madre que descuide la vigilancia sobre los más pequeños!
Algunas criaturas han sido ya devoradas por estos animales.
El aguador portea el agua desde Vallecas
en grandes cubas arrastradas en carros tirados por mulas.
Dos o tres cántaros, a peseta el cántaro de agua, para el consumo del día;
no hay más dinero ni más cántaros para más agua.
Al llegar la noche en todas las chabolas se encienden los carburos.
Producen una llama blanca muy viva y un olor semejante a las exhalaciones de las alcantarillas,
de modo que, dentro de las chabolas,
se siente uno como si estuviera metido como en una cloaca.
Pero nadie se lamenta;
cosas aún peores que esas tienen que padecer los pobres sin que se les ocurra lamentarse.
Las mujeres y las mocitas esperan a la noche para salir al campo en pequeños grupos.
A la orilla de la vía del tren se detienen a hacer sus necesidades.
Para ello forman corrillos en mitad del descampado,
una púdica muralla con la que cerciorarse de que ningún intruso pueda espiar sus redondeces.
Los hombres evacuan en el mismo lugar;
sólo que lo hacen por la mañana temprano antes de marchar al trabajo.
Esta es una convención espontánea establecida por la costumbre.
“Ir a la vía”;
todos, grandes y pequeños,
saben muy bien lo que eso quiere decir,
y los chiquillos también se van acostumbrando a ir a la vía cuando nadie pueda verlos.
Intuyen que hay algo serio, casi sagrado, en este acto de suprema necesidad.
Y el lugar termina haciéndose sagrado:
la vergüenza y todos los pudores han erigido su templo en la vía,
sobre montones de mierda.
Por las noches, en invierno, los hombres van llegando del trabajo.
El barrio entero es un lodazal donde no queda un solo palmo de terreno firme donde posar la planta del pie sin que éste se hunda en el fango hasta los tobillos. Por entre las tinieblas, aquí y allá,
se destacan confusas masas con figuras humanas que tratan de avanzar en la noche…
Ahora vemos detenerse a una de estas figuras,
gira sobre sus pies –sí, es un hombre-,
da vueltas y sigue caminando;
vuelve otra vez sobre sus pasos buscando un sendero inexistente…
Ahora le oímos exclamar, blasfema, increpa al cielo;
está maldiciendo la hora en que le trajo su madre al mundo.
No cabe duda, pese a todas sus maniobras y precauciones, ese hombre se acaba de meter en un hoyo, calándose de lodo hasta las rodillas.
No hay escapatoria posible.
El cuadro –un pálido reflejo de la realidad, no hay que olvidarlo-
se completa cuando exánime, ese hombre alcanza, al fin, la orilla de su mísera morada
– ¡él, que viene de levantar palacios!- la humedad cala hasta los huesos;
toses que desgarran algunas gargantas;
el tufo del carburo y de la anafe de carbón hacen el aire irrespirable y la puerta tiene que permanecer cerrada a causa del intenso frío de la calle
–“más vale humo que escarcha”-,
la mayor parte de la familia tiene que permanecer en pie o recostada en la pared; no queda espacio para más sillas o banquetas de las que ya hay,
y ésas tienen que ser ocupadas por los que acaban de llegar rendidos del trabajo; pues necesitan reponer sus fuerzas para la siguiente jornada.

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