La leyenda negra
Dicen que las metrópolis envidiosas de la potencia de España en el mundo se inventaron en el siglo XVI aquello de la leyenda negra, para desprestigiar lo que no era sino progreso y diligencia económica. Ha pasado mucho tiempo desde entonces y aún el diccionario oficial de la Academia de la Lengua nos dice que «leyenda negra» es «opinión contra lo español». Una definición tremenda, sin duda, cercana a los tiempos en los que Dios eligió el Manzanares para darse un chapuzón.
No tengo ningún interés en referirme al pasado ilustre de los austriacos reyes hispanos y a sus atrocidades a las que la Iglesia católica aderezó con una gotas de agua bendita del Pisuerga. Me importa el pasado, pero más aún el presente, que es el que, afortunadamente, vivo. Quiero recordar esa leyenda negra, «opinión contra lo español», de las últimas décadas, no la de los abuelos de mis tatarabuelos. Porque, como la medieval, es de estremecer.
Y no por despecho nacionalista que, quizás, sería entendible. No soy identitariamente nacionalista, quienes me conocen lo saben de sobra. En cualquier caso, lo admito, mis sensaciones son separatistas. Sí, efectivamente, soy un persuadido separatista. No me gusta para nada que me llamen español y menos francés. Tampoco me gustaría ser tildado de gringo o yankee, prusiano, meapilas o cantamañanas. Tengo muchas identidades, es cierto, pero no me disgusta ser vasco. Me agrada, más bien. Es mi casa.
La democracia española nació con la muerte del tirano. Fue un proceso extremadamente corto, como si los valores democráticos hubieran surgido de la chistera de David Copperfield. Impresionante. Verdugos, banqueros, chivatos, actores, estraperlistas, policías, funcionarios... se convirtieron en una santiamén del «España, Una, Grande, Libre» al ideal democrático de «Libertad, Igualdad, Fraternidad». La metamorfosis fue en falso. Lo sabemos. Tenemos ya canas. Treinta años después, la leyenda negra de la democracia española se ha hinchado como un zepelín relleno al más puro estilo del principio de Arquímedes.
En 2003, el presidente español Aznar, junto a otros dos mandatarios colegas, resolvía la invasión militar de Iraq, en contra de la opinión de Naciones Unidas. En cuatro años, la decisión española ocasionó 650.000 muertos y más de dos millones de desplazados. Algo así como si en la patria española, un loco exterminador hiciera desaparecer con una bomba de neutrones a los habitantes de las provincias de Huesca, Teruel, Ceuta, Melilla, Soria y a la isla de Ibiza. A todos a la vez. O Zaragoza al completo. Barbaridad, ¿no? ¿Ante los ojos de Dios son más salvables, pregunto señor Rouco, los vecinos de Segovia que los de Basora?
El artículo segundo de la Convención sobre Genocidio (1949) define, inter alia, como genocidio la «deliberada imposición de condiciones de vida que lleven a la destrucción parcial o total de un grupo nacional, étnico, racial o religioso». España sabe mucho de eso, en su historia criminal. El embargo de Naciones Unidas sobre Iraq, antes de la invasión, provocó al menos, la muerte de 800.000 niños. Ya nacidos, por cierto, muchos de ellos incluso escolarizados. Genocidio, con la complicidad española. Todos los niños de Andalucía, por ejemplo.
España es uno de los principales proveedores de armas de Israel, Colombia y Sri Lanka, países en guerra. Entre 2000 y 2005, Israel mató a 783 niños palestinos. Sólo el 10 de mayo de este año, un bombardeo sobre población civil tamil originó 400 muertos y 800 heridos. ¿Qué decir del Ejército de Colombia, similar al de Brasil, a pesar de su diferencia demográfica, y el tercero del mundo en inversión militar tras Israel y Egipto? ¿Tienen los habitantes de la franja de Gaza menos derechos que los del valle del Jerte?
El número de muertos por el llamado terrorismo y el de un aceite adulterado han sido prácticamente similares. En el caso de la colza el Estado fue declarado responsable subsidiario, los ministros de UCD del Gobierno imputados... y todavía recorre el silencio sobre las víctimas que no han cobrado lo suyo. Mientras las asociaciones de víctimas del terrorismo se escinden en medio de escándalos de fraudes y desviaciones millonarias de fondos, las de la colza reclaman en el desierto.
En noviembre de 2009, España reconocía que oficialmente tenía 76.579 reclusos, por cierto y con respecto al año anterior, un 13% más de vascos. En esas mismas fechas, la organización Etxerat apuntaba a que 750 internos, el 1% de la población reclusa, eran presos políticos vascos. El porcentaje no es exacto, porque algunos de los reclusos lo están en Francia. Pero la cifra nos ilustra una nueva excepcionalidad. No hay lugar en Europa donde semejante proporción de prisioneros tenga que ver con una disidencia política. El Gobierno español dice que no son presos políticos, pero los trata precisamente como presos políticos.
Por comparación, México acoge a 139.707 presos de los que 395 son políticos, y eso que tiene varios frentes armados o semi abiertos, entre ellos el zapatista. Los vascos tenemos 25 presos políticos por cada 100.000 habitantes; los mexicanos 0,4. Uno de cada 3.500 vascos adultos está en la cárcel por razones políticas, uno de cada 1.300 en el exilio por las mismas razones. Unas cifras inéditas en las democracias occidentales, incluso en las orientales. O los vascos somos la reencarnación de Lucifer, y por tanto el pueblo elegido por las Fuerzas del Mal, o el déficit democrático español es espectacular.
Los 750 presos se encuentran repartidos por numerosas cárceles de España y Francia. Según Etxerat, las familias de estos presos recorren en conjunto y anualmente más de 47 millones de kilómetros. Casi 120 vueltas al mundo de las de Phileas Fogg. El coste general anual es de 14.700.450,96 euros. Si la dispersión lleva 20 años de diseño, quiere decir que calculando la cantidad de presos, el aumento de los precios, etc., en este plazo, los familiares y amigos de los reclusos políticos han gastado unos 300 millones de euros, el monto de una multa galáctica. Todo el dinero que invertirá México, por seguir con el ejemplo anterior, en infraestructuras ferroviarias durante el próximo año. Si en 2007 el cupo a pagar de la CAV a Madrid a través del Concierto Vasco fue de 1.565 millones de euros, nos acercamos a entender la entidad de la sanción.
La cantidad es importante. Muy importante. Aunque en esta leyenda negra, las macro-cifras son las del fraude fiscal en España (241.000 millones de euros anuales, récord Guiness, el 23% del PIB, el más alto de Europa) y las del robo político. Según la Fiscalía Anticorrupción española, en los últimos 10 años los políticos han robado 4.158 millones de euros. Calderilla. Sabemos, tenemos la certeza, de que esa cantidad es la punta de un iceberg de cientos de miles de millones. Robar a espuertas, en nombre de los valores democráticos.
Desde la muerte de Franco, cerca de 400 ciudadanos vascos han muerto como consecuencia de ejecuciones extrajudiciales, ametrallados en controles, accidentados en la dispersión o como consecuencia de la acción de fuerzas parapoliciales. La muerte nos iguala, como debe de ser, pero ya que el aniversario lo exige, me centraré en el asesinato de Santiago Brouard, presidente de un partido político vasco, independentista. El sicario que mató a Brouard declaró que fue el director General de Seguridad del Estado quien le pagó por su crimen. Un magnicidio.
El asesinato del presidente de un partido político a manos de mercenarios a cargo de un Estado pertenece a la misma lógica que los cometidos durante las dictaduras de Argentina o Chile. Videla o González compartían lo que Franco hubiera definido como «unidad de destino en lo universal». No es una sobrada la reflexión sino que sucede que España ha logrado socializar el hecho de que matar vascos es como matar iraquíes o afganos. Ciudadanos de segunda categoría, en consecuencia, merecen libertades de segunda categoría. Que se lo pregunten si no a Ibarretxe, nada sospechoso de revolucionario y todo un caballero de la política, a quien estuvieron a punto de meterle en prisión por convocar un referéndum que luego, por cierto, prohibieron en nombre de la democracia.
Martín Luther King, Olof Palme, Monseñor Romero... fueron crímenes de Estado, como el de Santiago Brouard. España, con su actividad, se ha equiparado a Turquía, Israel, Uganda, El Salvador, Guatemala... El último caso, el de Jon Anza, está aún la espera de resolución. La leyenda negra, como el Manzanares tras las lluvias torrenciales, como el zepelín que hace bueno el teorema de Arquímedes, se agranda. Para desgracia nuestra.
De GARA
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