Un amigo de Salamanca me envía la fotocopia de dos documentos del verano de 1936 que certifican dos asesinatos causados “por las fuerzas de Falange Española”. Resulta alucinante que esta misma entidad se haya atrevido a acusar en la actualidad a un juez por denunciar estos crímenes. Esto parece ser consecuencia de la Ley de Amnistía de 1977, que sobrevive al cabo de más de 30 años, en abierto contraste con las leyes de impunidad de la República Argentina de 1986 y 1987, que fueron declaradas nulas en 2003 y 2005, lo que permitió juzgar los crímenes de su dictadura. Si, como se nos dice, esta aberración es necesaria porque la ley de 1977 fue una de las bases en que se asienta la Transición, tal vez sea la Transición misma la que necesite ser revisada.
Ocurre, sin embargo, que en cuanto se expresa cualquier duda sobre las excelencias de estos pactos, quienes ayer los firmaron reaccionan hoy con irritación, negándose a discutir su naturaleza y oportunidad. En Revista de libros, Ignacio Sotelo, un intelectual orgánico del PSOE, se despachaba con cierta ferocidad contra un libro (El mito de la transición, de Ferran Gallego), por atreverse a plantear un análisis crítico de lo sucedido. Lo cual resulta tanto más sorprendente por cuanto acababa aceptando el punto central del planteamiento de Gallego: “Que el proceso transcurrió en todo momento dirigido y controlado desde el régimen”.
Sotelo nos regala de paso afirmaciones tan estupendas como la de que “Franco había estado siempre muy lejos de ser un inmovilista”; algo que hubiera sorprendido al propio autor del “lo dejo todo atado y bien atado”. Le guste o no, la imagen mítica de la Transición que se nos ha estado vendiendo durante más de 30 años no se sostiene hoy. Hemos recuperado, por ejemplo, la realidad de la violencia que se empleó para imponerla. Sophie Baby ha calculado que, de octubre de 1975 a diciembre de 1982, murieron 178 personas como consecuencia de la violencia policial, y Mariano Sánchez Soler, en La transición sangrienta, denuncia que estas víctimas fueron además sistemáticamente silenciadas para preservar la imagen del “éxito casi inmaculado de un pacto en las alturas entre caballeros providenciales y clarividentes”.
Un silencio que, por otra parte, resultaba conveniente para disimular la mayor de las miserias del trato: el precio de la renuncia a sus principios que los dirigentes de los dos grandes partidos de la izquierda, PCE y PSOE, pagaron para que se les permitiera entrar en el juego parlamentario en las condiciones fijadas por el ex ministro secretario general del movimiento Adolfo Suárez. Y digo los dirigentes, y no los partidos, porque, como señaló Abril Martorell, “nuestra Transición la protagonizaron individuos y no partidos”. Esto es, que las renuncias se hicieron a espaldas de los militantes.
Cualquiera que se moleste en analizar las diferencias que existen entre lo que PCE y PSOE ofrecían en los programas de la Junta Democrática de 1974, de la Plataforma de Convergencia Democrática de 1975 y de la Platajunta de 1976 –que definían un proyecto para una auténtica recuperación de la democracia y no para la revolución– y lo que votaron en la Constitución de 1978, habrá de concluir que o en 1976 estaban engañando a sus militantes, o en 1978 los traicionaron. La afirmación de Sotelo de que, salvo aceptar la continuidad del Gobierno posfranquista y de la monarquía, “se consiguieron todos los demás puntos” no resiste un ejercicio de lectura comparada de estos textos.
No se trata tan sólo de que hicieran concesiones dictadas por la necesidad coyuntural de acelerar el desmontaje del aparato dictatorial. Sino que tanto el PCE como el PSOE dieron un giro a la derecha, renegando de buena parte de cuanto venían predicando, y se han mantenido desde entonces en esta misma línea, que es lo que explica que sigan obligados, 33 años después, a defender medidas como la Ley de Amnistía de 1977.
En una tesis doctoral presentada en diciembre de 2009 en la Universidad de Extremadura, El PCE y el PSOE en (la) transición, que conviene que se publique cuanto antes, Juan Antonio Andrade ha estudiado cómo PCE y PSOE “vivieron su propia transición dentro de la Transición”, y cómo se procuró reeducar a los militantes para que olvidasen los viejos principios por los que habían luchado y se adaptasen a los nuevos. El proceso fracasó en el PCE, que entró en una rápida crisis, pero tuvo más éxito en el PSOE. Andrade muestra, por ejemplo, que en sus “escuelas de verano” los socialistas enseñaban en 1976 “fundamentos del marxismo”, y que en 1977 hablaban de la “superación del Estado burgués”, pero que en 1981 eliminaron toda referencia doctrinal de sus programas, que se reorientaron con el fin de preparar a sus militantes para la tarea de gestionar el “Estado burgués”.
“Quis custodiet ipsos custodes?”. ¿Quién amnistiará a los que siguen empeñados en amnistiar los crímenes del franquismo?
JOSEP FONTANA, historiador
en Público
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