miércoles, 18 de junio de 2014

Experimentos médicos nazis con Gila.

Foto del libro. "Mercenarios marroquíes de las tropas `nacionales' descansan, acaso tras las fatigas del pillaje, en la plaza mayor de una ciudad española".
Memoria Histórica

Cartas de lectores:

Experimentos médicos nazis con Gila.

De verdad, siempre me había gustado el humor de Gila, pero no conocía particularidades de la durísima vida que había llevado este maestro del humor durante la Guerra. Me quito el sombrero de nuevo ante don Miguel Gila.
Lo recojo del libro “Los esclavos de Franco”, de Rafael Torres (Ed. Oberon). F.

Gila combatió como soldado en el Ejército de la República, y su caso es bien revelador al respecto.
Hecho prisionero en el Viso de los Pedroches, en diciembre de 1938, por los moros mercenarios de la 13 División del general Yagüe, fue, junto a 14 compañeros, fusilado sin contemplaciones, como cuenta en sus memorias tituladas “Y entonces nací yo”:
«Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal.
El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el cuello de las gallinas robadas con el ya mencionado Ábrete Sésamo de los vencedores de las batallas. El frío y la lluvia calaba los huesos. Y allí mismo, delante de un pequeño terraplén y sin la formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que grita: “Apunten!iFuego!», apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos sobre otros.
(...) Catorce madres esperando el regreso de catorce hijos. No hubo tiro de gracia. Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres jóvenes, ya con el miedo y el cansancio absorbidos por la muerte. Por las manos de los moros corría la sangre de las gallinas que acababan de degollar. Hasta mis oídos llegaban las carcajadas de los verdugos mezcladas con el gemido apagado de uno de los hombres abatidos. Ellos, los verdugos, bañaban su garganta con vino, la mía estaba seca por el terror. No puedo calcular el tiempo que permanecí inmóvil. Los moros, después de asar y comerse las gallinas, se fueron. Estaba amaneciendo».

Ileso entre sus compañeros muertos, Miguel Gila pudo escapar cuando marcharon sus ejecutores, llevando a hombros a su cabo, que tampoco había sido muerto, sino sólo herido en una pierna. Llegó a Hinojosa del Duque, ya tomado por los nacionales, donde dejó a su compañero, y luego continuó huyendo hasta Villanueva, donde fue apresado otra vez. Integrado bajo la lluvia en una columna de prisioneros que cruzaba el pueblo en dirección a Valsequillo, volvió a estar a merced de los moros de Franco («si alguno, por debilidad caía al suelo, los moros le disparaban y allí, en la cuneta de la carretera, amortajado por la lluvia, terminaba su sufrimiento»), pero en Peñarroya, ,donde pararon, fueron dejados en manos de la Guardia Civil, que les instaló en un solar.
Y es aquí donde, camino del campo de prisioneros de Valsequillo, la historia de Gila conecta estremecedoramente con la de aquellos otros campos que el mentor y aliado de Franco, Hitler, había concebido para el exterminio, el trabajo esclavo y la experimentación clínica de millones de personas:
«Llegó un teniente de Infantería acompañado de dos oficiales alemanes y un médico también alemán. Querían probar, nos dijeron, una vacuna contra el tifus y pidieron voluntarios para la prueba, con la promesa de darnos doble ración de comida. Con aquél mi temperamento de entonces no lo dudé un momento, fui el primero en dar un paso al frente, conmigo alguno más. Nos pusieron una inyección en el vientre, una aguja curva que parecía un gancho de los que usan en las pollerías para colgar a los pollos, y tal como nos habían prometido nos dieron pan y comida abundante, que compartí con algunos de mis compañeros, con los más débiles. Los oficiales y el médico alemán dejaron pasar unas horas para ver qué efecto causaba la inyección. La cosa no fue grave, unos cuantos pequeños granos en la piel que picaban endemoniadamente, tal vez algo de fiebre y nada más».

El testimonio de Gila sobre las condiciones de detención, trato,
alimentación y régimen de trabajo coincide, por lo demás, con los de cuantos sufrieron ese extra de humillación en la derrota. Recluido en Valsequillo, un pueblo devastado por la aviación y la artillería, Gila y los que compartían su infortunio eran «obligados a trabajos forzados con pico y pala desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde, cuando nos daban la única comida del día, una onza de chocolate, dos sardinas en aceite y dos higos secos, el alimento necesario para mantenernos con vida».
Ahora bien; ese trabajo agotador de once horas diarias no perseguía precisamente la reconstrucción del pueblo de Valsequillo: «El jefe del campo de prisioneros era un comandante de la Guardia Civil con gafas oscuras y muy mala leche. Nos ordenó cavar una zanja de tres metros de ancho por dos de profundidad, alrededor de todo el pueblo, para, decía él: «Que no se fugue ningún prisionero». Cada día nos marcaban desde dónde y hasta dónde teníamos que cavar y sólo al terminar la tarea asignada íbamos a buscar la única comida del día, las dos sardinas, la onza de chocolate y los dos higos.»

Memoria Histórica del 18, 19 y 20 junio.

Memoria Histórica Internacionalista
Acontecimientos del 18, 19 y 20 de junio.

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