Unai Romano. Antes y después de las torturas. |
El
Tribunal Supremo reconoce las torturas
Juan Manuel Olarieta
La semana pasada la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo convocó un pleno “no jurisdiccional”, es decir, que no tenía por objeto resolver un litigio sino unificar criterios en su resolución, ponerse de acuerdo, en definitiva.
Su decisión fue sorprendente: en el futuro, dice el Tribunal, las declaraciones de los detenidos ante la policía no constituirán prueba suficiente para condenarles. Sin embargo, en 2006 dijeron todo lo contrario: que sí se podían utilizar como prueba.
Ambas decisiones, la anterior y la nueva, están motivada por algo que constituye la sustancia misma de los procesos penales en España desde siempre, pero especialmente desde la transición: la tortura. Dado que las declaraciones de los detenidos ante la policía se obtienen bajo torturas, a partir de ahora no servirán como prueba de cargo, como ha venido sucediendo.
Que las confesiones arrancadas a los detenidos bajo torturas no se pueden utilizar como prueba es algo que viene impuesto por los tratados internacionales desde hace algunos años. No hacía falta que el Tribunal Supremo se apuntara al carro para aparentar algo que no tiene (y que no voy a decir para que no me metan en la cárcel).
Es la típica estupidez con la que nos obsequia el Tribunal Supremo, pero que resulta interesante analizar dentro del contexto político actual.
A las confesiones obtenidas bajo tortura les ocurre como a algunos diagnósticos médicos: crean falsos positivos, versiones irreales de los hechos que lejos de arrojar luz, ocultan la verdad. Eso sucede así porque la policía obtiene lo que busca, no lo que es. De esa manera se cierra una investigación en falso.
Pero para un Estado como éste lo importante es encontrar una cabeza de turco y que la investigación se cierre de alguna manera, de la manera que sea: mostrar una versión oficial al público, que siempre tiene un carácter triunfalista, siempre es un éxito del Estado y sus funcionarios frente a quienes desafían sus leyes. La verdad es secundaria.
Que las confesiones ante la policía no se pueden considerar como una prueba es algo que se ha invocado numerosas veces ante los tribunales españoles sin éxito alguno. ¿Por qué se apunta ahora el Tribunal Supremo?
La explicación es que consideran cerrado el capítulo “terrorista” de la historia de este país y lo celebran de esta manera. Como en el futuro ya no va a haber detenidos por “terrorismo”, no será necesario torturarles para meterles en la cárcel.
A pesar de la mística que siempre han urdido (“bandidos”, “terroristas”), desde 1939 el Estado no reconoce más que a un único enemigo, para quien le reserva un trato especial porque no reconoce sus propios principios, entre ellos la igualdad ante la ley. Mientras el enemigo es enemigo, requiere un estatuto especial.
El asunto es peliagudo porque, según estas nuevas normas, el Tribunal Supremo reconoce lo que siempre se ha negado: que los acusados de “terrorismo” han sido torturados, que con dichas torturas se han fabricado acusaciones falsas y, finalmente, que dentro de las cárceles hay “terroristas” que no deberían haber sido condenados porque nunca hubo pruebas para ello.
A través de su Tribunal Supremo, los fascistas reconocen finalmente que los “terroristas” no son los que están dentro sino los que están fuera. Por lo tanto, los que están dentro deberían estar fuera y los que están fuera deberían estar dentro.
Juan Manuel Olarieta
La semana pasada la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo convocó un pleno “no jurisdiccional”, es decir, que no tenía por objeto resolver un litigio sino unificar criterios en su resolución, ponerse de acuerdo, en definitiva.
Su decisión fue sorprendente: en el futuro, dice el Tribunal, las declaraciones de los detenidos ante la policía no constituirán prueba suficiente para condenarles. Sin embargo, en 2006 dijeron todo lo contrario: que sí se podían utilizar como prueba.
Ambas decisiones, la anterior y la nueva, están motivada por algo que constituye la sustancia misma de los procesos penales en España desde siempre, pero especialmente desde la transición: la tortura. Dado que las declaraciones de los detenidos ante la policía se obtienen bajo torturas, a partir de ahora no servirán como prueba de cargo, como ha venido sucediendo.
Que las confesiones arrancadas a los detenidos bajo torturas no se pueden utilizar como prueba es algo que viene impuesto por los tratados internacionales desde hace algunos años. No hacía falta que el Tribunal Supremo se apuntara al carro para aparentar algo que no tiene (y que no voy a decir para que no me metan en la cárcel).
Es la típica estupidez con la que nos obsequia el Tribunal Supremo, pero que resulta interesante analizar dentro del contexto político actual.
A las confesiones obtenidas bajo tortura les ocurre como a algunos diagnósticos médicos: crean falsos positivos, versiones irreales de los hechos que lejos de arrojar luz, ocultan la verdad. Eso sucede así porque la policía obtiene lo que busca, no lo que es. De esa manera se cierra una investigación en falso.
Pero para un Estado como éste lo importante es encontrar una cabeza de turco y que la investigación se cierre de alguna manera, de la manera que sea: mostrar una versión oficial al público, que siempre tiene un carácter triunfalista, siempre es un éxito del Estado y sus funcionarios frente a quienes desafían sus leyes. La verdad es secundaria.
Que las confesiones ante la policía no se pueden considerar como una prueba es algo que se ha invocado numerosas veces ante los tribunales españoles sin éxito alguno. ¿Por qué se apunta ahora el Tribunal Supremo?
La explicación es que consideran cerrado el capítulo “terrorista” de la historia de este país y lo celebran de esta manera. Como en el futuro ya no va a haber detenidos por “terrorismo”, no será necesario torturarles para meterles en la cárcel.
A pesar de la mística que siempre han urdido (“bandidos”, “terroristas”), desde 1939 el Estado no reconoce más que a un único enemigo, para quien le reserva un trato especial porque no reconoce sus propios principios, entre ellos la igualdad ante la ley. Mientras el enemigo es enemigo, requiere un estatuto especial.
El asunto es peliagudo porque, según estas nuevas normas, el Tribunal Supremo reconoce lo que siempre se ha negado: que los acusados de “terrorismo” han sido torturados, que con dichas torturas se han fabricado acusaciones falsas y, finalmente, que dentro de las cárceles hay “terroristas” que no deberían haber sido condenados porque nunca hubo pruebas para ello.
A través de su Tribunal Supremo, los fascistas reconocen finalmente que los “terroristas” no son los que están dentro sino los que están fuera. Por lo tanto, los que están dentro deberían estar fuera y los que están fuera deberían estar dentro.
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