Foto. Arantza el 8 de enero, a su llegada a Gasteiz. |
Arantza
Díaz, continuará hospitalizada
Arantza
Díaz Villar, que salió de la prisión de Villena (Alacant) el 18 de
diciembre de 2015, en una libertad condicional por enfermedad grave
que aún no ha podido casi ni tocar, sigue hospitalizada en muy lenta
evolución.
Tras
los ingresos hospitalarios en Alicante del 20 al 30 de diciembre y
del 31 de diciembre al 8 de enero, tuvo que ser de nuevo ingresada
por urgencias en un hospital de Vitoria-Gasteiz el 11 a la noche, y
operada quirúrgicamente el 15 y de nuevo el 18 de enero de serios
problemas intestinales. Tras la estancia en UVI y semi uvi hasta el
viernes 22, su recuperación va progresiva pero muy lentamente. Sus
intestinos, tras la quimio cuando desarrolló los cánceres y ya
tantas operaciones -6 en breves meses- no soportan de momento
alimento alguno, y los “tiene bastante dañados”. La
hospitalización sigue siendo necesaria, parece por unas semanas
todavía. Está acompañada todo el día por su grupo de amigxs y
solidarixs.
Gracias!
de nuestra parte.
Foto. Filas de presos rapados y formados. |
Memoria
histórica de dolor y muerte
Esclavos
por la patria
La
explotación de los presos durante el franquismo
(Del
libro de Isaías Lafuente, 2002)
Eran
más malos que la tiña, tan crueles como su jefe Franco
“Trabajaban
durante horas y a veces al regresar a los campamentos eran
obsequiados con un castigo añadido. Tario Rubio recuerda las
actitudes del cabo Evaristo que en los meses de verano,
frecuentemente, decidía prolongar la dura jornada de trabajó de los
presos: «En verano, como el día alargaba, Evaristo disponía una
hora de instrucción complementaria hasta el agotamiento. Y a
cualquier hora del día, en el mismo tajo, nos mandaba hacer ruedas a
paso ligero.»
En
ocasiones los carceleros empleaban métodos semejantes como
represalia por la fuga de algún penado. Pedro Gómez González,
trabajador preso en el batallón disciplinario que construyó el
aeropuerto coruñés de Labacolla, asegura que cuando se escapaba
algún compañero les castigaban haciendo la instrucción después
del trabajo. José López García se queja de las ruedas a paso
ligero que como castigo les obligaban a hacer, durante horas, en su
batallón africano; mientras los escoltas les pegaban
indiscriminadamente con unos vergajos. Y todo por la menor tontería.
Algún castigo fue tan duro que se le ha quedado grabado con todo
pormenor: «El 3 de marzo de 1942 nos tuvieron así desde las seis
hasta las doce de la mañana, corriendo, pegándonos, porque alguien
le había robado la maleta a un oficial. Pegaban unas palizas
enormes. El castigo, que nunca se me olvidará, no terminó hasta que
apareció el culpable, al que más tarde fusilaron.»
Román
Barrenechea, (en 2002) con noventa y un años, preso forzado en uno
de los primeros batallones de trabajadores que configuró el Ejército
de Franco, el número 3, para cavar trincheras en el frente de
Madrid, recuerda que en una ocasión, aunque las jornadas habituales
podían ser de doce o catorce horas, les hicieron trabajar día y
noche, sin descanso, durante dos días seguidos. “Al tercer día yo
le dije al capitán que no podía seguir cavando, quehliciera conmigo
lo que quisiera, que me fusilase, pero que mi cuerpo no daba para
más.»
José
Cortés afirma que en la colonia penitenciaria de El Dueso el castigo
«por la cosa más elemental» consistía en que «te ponían un saco
terrero de 50 kilos a las espaldas, con alambres, y se introducía en
las carnes... Con ese saco terrero tenías que trabajar, con ese saco
terrero tenías que comer... Entonces (al morir) te sepultaban en esa
fosa, en esa fosa que tú habías cavado de antemano. Y entonces te
quitaban el saco terrero [para ponérselo a otro] porque el saco
terrero tenía más valor, mucho más valor que una vida». Manuel
Calvo habla de una crueldad semejante en el batallón de trabajadores
número 68 que trabajaba en Guadalajara, donde un alférez castigaba
a los presos haciéndoles trabajar y dormir con un saco de arena a
las espaldas, durante varios días, sólo «por llegar un poco tarde
a la cola de la comida».
Foto. (2 presos republicanos a pico y pala) |
Jesús
Cantelar, que trabajó en el destacamento de Buitrago de Lozoya, en
la construcción del embalse de Riosequillo, recuerda: «En Buitrago
era de miedo, algo parecido a un campo de trabajos forzados. Al tío
que intentaba escalar una alambrada... Se dieron casos, es que
teníamos allí una represión bastante grande. Las fuerzas de
vigilancia eran de la Guardia Civil. ¿Si se dieron casos de fugas?
Se dieron casos de fugas y de bastante castigo. ¿De muertes? Sí, de
bastante castigo. Le daban una paliza un poco seria, lo traían a la
prisión y no volvía.»
José
Custodio Serrano recuerda el espectáculo sangriento que montó el
jefe de la colonia penitenciaria del Canal del Bajo Guadalquivir tras
la huida de varios presos. Dos fueron detenidos: uno murió víctima
de los golpes que le propinaron en la cárcel de Sevilla tras ser
localizado, el otro fue fusilado en el mismo campamento en presencia
de todos los presos que trabajaban en la obra del canal.
Los
malos tratos no fueron infrecuentes y se prolongaron en el tiempo. En
1944, el director general de Prisiones tiene que enviar dos
circulares reservadas a los directores de las cárceles para que
eviten los malos tratos a los presos. Una orden contra el mal que
suponía el reconocimiento implícito de que el mal existía.
Pero
si duro era el castigo físico más aún lo era el moral.
Tario
Rubio recuerda cómo «en Aranda de Duero, un guardia civil al que
apodábamos El conejo, que era más malo que la tiña, andaba todo el
día de arriba abajo para que nos tuviéramos que levantar y
saludarlo brazo en alto. Un día, un prisionero nuevo, por inercia,
le saludó puño en alto. Él lo miró, se rió con sonrisa de conejo
–de ahí el apodo que le pusimos-, y le dio una somanta terrible.
Luego mandó cortar una tabla en la carpintería y se la hizo atar en
el brazo estirado durante una semana, para que no se le olvidara el
saludo».
En
muchos campos por todo sanitario contaban con una letrina excavada en
la tierra sobre la que se ponía una fina tabla de madera sobre la
cual los trabajadores forzados, en posiciones inverosímiles, tenían
que defecar. La tabla tenía un doble uso pues
servía también como elemento de degradación moral con el que los
mandos del campo disfrutaban a su estilo. Laia Berenguer recuerda las
peripecias de su marido, Josep Rodés: «Les hacían cruzarlo como
política de destrucción moral y quien resbalaba se caía; los
mandos se reían mucho y le prohibían lavarse.»”
Pantallazo tema. Nyto recitando. |
Música
combativa
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