lunes, 15 de agosto de 2016

"Cazar al delincuente", relato de Sánchez Casas, recuperado.

Portada de "Cazar al delincuente"
Recuperando trabajos en prisión
José María Sánchez Casas

Cárcel de Sevilla, diciembre de 1996

Cazar al delincuente”

Desde Luego, Onofre García Hijuela no sabia que aquél iba a ser su último día y ni tan siquiera supo al final por qué lo asesinaron. Onofre era algo corto de entendederas, un poco simplón y la embromada víctima de los chicos del barrio. Vivía solo en un semisótano que hacía de vivienda y local de trabajo, dedicándose a restaurar muñecas y santos de escayola. La única habitación de la que constaba el habitáculo tenía dos grandes ventanas abatibles que daban a la calle a ras de la acera, así que uno de los grandes entretenimientos del inocente Onofre era el de ver pasar zapatos y pantorrillas embutidas en pantalones o finas medias. En la puerta del inmueble había colocado un cartel que anunciaba: MAELLA - CLÍNICA DE MUÑECAS. Maella no era Onofre, claro, sino el viejo propietario del negocio que le enseñó el oficio y al morir se lo legó en herencia. Mal que bien, se iba defendiendo el pobre Onofre, ya que últimamente eran pocas las muñecas que le llevaban para reparar y tan sólo de vez en cuando llegaba alguna beatona con su santo a cuestas para que le restituyera los dedos o la nariz a su San Francisco. Aquel día, que iba a ser el último de su vida, aunque él no lo supiera, tenía sobre el banco de trabajo un San Juan al que se le habían caído todos los dedos de su mano derecha, quedando tan sólo los hierrecillos del armazón, y su sombra, agrandada sobre la pared, hacía pensar en un extraño y diabólico ser con la zarpa dispuesta para atacar.
Onofre tendría unos cuarenta años, pero su apariencia era la de un niño envejecido prematuramente. Casi no tenía frente, pues el pelo le nacía a poca distancia de las cejas que eran muy pobladas, y su altura no era superior al metro y medio. Poseía unas manos y pies enormes en comparación con su enteco cuerpecillo, de manera que lo que destacaba de su persona eran la cabezota y extremidades. Sin embargo era muy ágil y corría como una liebre, facultad que en su caso era de gran utilidad, sobre todo cuando tenía que huir de los traviesos críos. Aparte de estos, tenía otro gran enemigo o, mejor dicho, enemiga: una ladina gata callejera de color ceniza que se había engolosinado con la vivienda de Onofre y cogido la costumbre de entrar por la ventana y robarle lo que tuviera de cena o almuerzo; huyendo a reglón seguido sin que hasta la fecha hubiera podido pillarla y darle un porrazo que la dejara sin ganas de volver a sisarle.
Y precisamente en aquel momento la dichosa gata, aprovechando que Onofre se encontraba embebido en su trabajo, con mucho sigilo se había colado por la abierta ventana y con la panza rozando el suelo se había arrastrado hasta el fondo de la habitación, saltando sin hacer ruido a la mesita que servía de cocinilla y después de haber cogido entre sus fauces un jurel que Onofre guardaba para la cena, atravesaba a toda velocidad la habitación hacia la ventana.
Al oír la carrera, asustado y teniendo aún en su mano derecha el San Juan que reparaba, Onofre se volvió en el preciso momento que la gata ratera daba un monumental salto para alcanzar la ventana y huir con el botín. No se lo pensó dos veces y le arrojó con toda la fuerza de su brazo la escultura de escayola que dio justo en el palo que sostenía la hoja abatible de la ventana, arrancándolo de su sitio, con lo que la hoja cayó violentamente sobre la cabeza del felino que en ese instante casi alcanzaba su objetivo. El chasquido del cráneo le hizo rechinar los dientes, a Onofre, claro, pues a la gata no le dio tiempo ni para decir miau. Los dientes del restaurador de muñecas comenzaron un castañeteo y danza frenética, el pánico lo invadió y se quedó clavado en el suelo sin atreverse a acercarse a la ventana. Realmente él no había querido hacerle daño, tan sólo asustarla un poco... bueno... y encima el santo había ido a parar en medio de la calle y ya no eran tan sólo los dedos lo que tendría que reparar.
Fue entonces cuando llamaron a la puerta del tabuco, haciendo pegar un brinco al asustado Onofre. ¿Quién sería?. Tenía que esconder el cadáver de la gata que continuaba allí, con la cabeza pillada por la ventana y el cuerpo colgando a lo largo de la pared, pero no se atrevía a tocarlo. Volvieron a insistir en la llamada, esta vez con mayor contundencia, Aturrullado y temblón, se acertó a la ventana; subiéndose a una banqueta agarró el rabo de la gata, levantó un poco la hoja asesina y arrojó el exánime cuerpo bajo la mesa. Voy... voy, dijo, y abrió la puerta lo justo para sacar la cabeza. Era la portera, otra con la que tampoco se llevaba nada bien. ¿Qué pasa, a qué viene tanto jaleo?, preguntó la vieja mientras se esforzaba para ver el interior de la vivienda. Nooo... ve-verá, es queee... bueno, la ventana, ¿sabe?, dijo Onofre señalando el arma homicida pero sin dejar de mantener la puerta entornada. ¿Qué ventana, ni que niño muerto?, si he visto salir y estrellarse en medio de la calle a uno de sus malditos santos, ¡y que Dios me perdone!, gritó la mujer persignándose varias veces. Haa si-sido un ac-accidente... yo no quería, ¿comprende?... p-p-p-pero ella... ella, balbuceó, Onofre mientras se le saltaban las lágrimas, ¡Ha sido por su culp-p-pa... ella siempre me estaba robando!. ¿Pero de quién está hablando?, preguntó la vieja mirando por encima de la cabeza del asustado restaurador, aquí no hay nadie más que usted, maldito loco; que tendría que estar encerrado en un manicomio y no viviendo con gente decente, Escuche, voy a denunciarlo, se lo diré a los dueños, Usted no está para vivir aquí, concluyó la vieja haciendo un último esfuerzo por ver algo y marchándose luego frustrada y gruñendo. Onofre cerró la puerta y se dejó caer sobre ella, no sabía qué hacer. Pensó que tenía que sacar el cuerpo de la gata, no podía dejarlo allí toda la noche.
Se acercó a la mesa y agarrando una vieja toalla la arrojó sobre el cadáver, que aún tenía entre sus dientes el pescado. Nuevos porrazos hicieron que el corazón casi se le saliera por la boca. Otra vez la dichosa portera, que desde la calle y a través de la ventana le hacía señas de que abriera mientras mantenía en una mano lo que quedaba del San Juan. Onofre subió la hoja y recogió la maltrecha escultura. ¡Ya lo sabe, váyase buscando otro sitio donde hacer sus marranadas, porque lo que es aquí le queda poco!, rugió la vieja. Onofre cerró la ventana y dejó al damnificado santito sobre la mesa. Haciendo de tripas corazón y casi con los ojos cerrados, envolvió a la gata en la toalla junto con su perdida cena, luego la empaquetó en papel de periódico y lo ató con una cuerda. El paquete podría contener cualquier cosa, pero Onofre estaba aterrorizado y pensaba que alguien podía darse cuenta de lo que escondía. Estaba muy asustado. Creía que todos leerían en su cara el crimen que acababa de cometer. Se puso la chaqueta, agarró temblando el paquete y salió del cuartucho cerrando tras él la puerta. Tenía que pasar por delante de la portería; ¿y si aquella malvada bruja lo veía?. Volvió a entrar en el cuchitril, cogió una bolsa de basura e introdujo el paquete en ella. Ahora disimulaba más. Al pasar frente al cuarto de la portera observó que ésta, por suerte, estaba de espaldas a la puerta viendo ensimismada un programa de la televisión.
Foto. José María Sánchez Casas.

En la pantalla apareció en ese momento un titular en color rojo: CAZAR AL DELINCUENTE. Onofre casi se muere del susto y despavorido echó a correr hacia la calle. Corrió y corrió hasta que tropezó con un enorme recipiente metálico para la recogida de basura. Miró a derecha e izquierda y hacia arriba por si había algún vecino asomado a la ventana. Eran las ocho de la tarde de un día de diciembre y prácticamente había anochecido. La calle estaba solitaria. Onofre arrojó la bolsa en el contenedor y se alejó a buen paso. No se atrevía a volver a su habitación y el chasquido del cráneo gatuno aún rechinaba en sus oídos. Lo mejor sería que entrara en cualquier sitio a tomar algo y tranquilizarse.
Él no tenía la culpa de lo que había pasado... y además nadie lo había visto... aunque la vieja... No, ella tampoco había visto nada. Al final de la calle existía una taberna. Lo sabía porque algunas noches había cenado allí, cuando la jodida gata le birlaba... ¡maldita sea!... Bueno, entraría. Se dirigió hacia el local, entró y se sentó en una mesa, al fondo del local. Un joven, con un paño al brazo, se le acercó y le preguntó qué iba a tomar. Una coca-cola y... ¿qué tiene de raciones?... No, déjelo, tráigame un poco de queso, tartamudeó Onofre. ¡Marchando!. Una de Burgos y un tinto, y el camarero se retiró. Sólo entonces se atrevió a echar una mirada a su alrededor. Unos cuantos parroquianos estaban en la barra y una pareja de novios se achuchaban en el otro rincón del bar. Sobre una consola, la televisión transmitía un programa al que dos o tres clientes prestaban atención acodados sobre el mostrador. Onofre miró la pantalla: un tipo repeinado estaba diciendo algo que le produjo un retortijón de tripas. "...para detener al asesino son ustedes imprescindibles. Los que consigan aportar pistas que ayuden a su captura recibirán un magnifico obsequio cedido por Casa Ordóñez, patrocinadora de este programa. Gracias a la colaboración ciudadana hemos podido hacer un retrato robot que en estos momentos va a aparecer en sus pantallas. Fíjense bien y...", pero Onofre ya no oía nada, miraba aterrorizado lo que estaba apareciendo en aquel rectángulo fluorescente. Primero, un invisible lápiz dibujó una especie de huevo con la parte puntiaguda hacia abajo, después lo que simulaba ser una peluca negra cubrió la parte superior de la elipse, y más abajo, a la altura de las cejas, un trazo grueso que iba de lado a lado. Luego, dos ojillos maliciosos, una nariz chata, aplastada, y debajo una boca sin labios. ¡Era él!, estaba seguro, ¡era él!. Aquel maldito programa lo perseguía. Era el mismo que estaba viendo la portera. Pero, ¿por qué?. ¿Cómo se habían enterado?. Desde luego el rostro que aparecía en la pantalla podía ser el de Onofre como el de cualquier otro. Era lo suficientemente ambiguo como para que cientos de personas se pudieran ver reflejadas en él. Pero a Onofre el pánico le nublaba el poco caletre que tenía y pensó que de alguna forma misteriosa, que él no alcanzaba a comprender, lo habían descubierto. En ese momento el camarero venía hacia la mesa con una bandeja en la que portaba la consumición que había pedido, y Onofre, asustado, de un salto se puso de pie haciendo que la silla cayera al suelo ruidosamente; reculó aterrorizado pegándose a la pared y haciendo que los tres o cuatro que estaban en la barra se volvieran para ver qué ocurría. Mientras él, con la cara desencajada y sin dejar de mirar el retrato robot balbuceaba: Yooo no... he sido... fue ella... un ac-ac-accidente. Uno de los clientes miró hacia la pantalla, luego a Onofre y preguntó: ¿Qué le pasa a ese tío?. Otro indicó: Oye, ¿no se parece al de ahí?. El camarero se echó hacia atrás agarrando firmemente la bandeja, como preparándose para defenderse con ella. Onofre no pudo aguantar más y echó a correr hacía la salida mientras gritaba: Nooo, no ha si-sido culp-pa mía. ¡Fue ella... ella...!.
Todos los del bar lo siguieron precipitadamente y uno de ellos aclaró a los demás: ¿Pero no se han dado ustedes cuenta?. ¡Es él!, el asesino de la niña. ¡Vamos, tenemos que cogerlo!. Y salieron en persecución de Onofre que en aquel momento y medio cayéndose torcía una esquina. Los que iban tras él no paraban de gritar lo mismo: ¡A ese, cogedlo, es el asesino!. Los gritos hicieron que se abrieran muchas ventanas y comenzaran a salir a la calle algunos vecinos que se unieron a la persecución, Algunos portaban palos y dos mujeres de casi cuarenta años blandían una un cazo y otra una enorme sartén. Conforme atravesaban más calles se les unían más gente, y Onofre, que oía tras él el rugido de la jauría, vio llegado su fin.
En ese momento -apenas habían transcurrido dos minutos desde que había salido del bar- medio barrio corría tras él con muy malas intenciones. Onofre se metió por un callejón oscuro y al llegar al fondo vio con horror que un muro taponaba la salida. Buscó asustado un sitio donde esconderse y al final de la pared encontró un boquete por el que apenas cabía una persona. Se metió por él dejando parte de la chaqueta a jirones y la piel magullada, Y siguió corriendo. La angustia lo ahogaba. La multitud había llegado al callejón y manifestaba su frustración con gritos y golpes. Uno de ellos, la mujer de la sartén, encontró el boquete y avisó a los demás. Por allí no podían pasar. Algunos, los más jóvenes, se auparon y saltaron el muro, y los otros, guiados por un hombre con pinta de oficinista, rodearon la manzana para llegar al descampado por el que huía Onofre. Onofre, al que el terror le cortaba el resuello, ya no podía con su alma y avanzaba a trompicones, cayéndose y viendo como se acortaba la distancia entre él y sus perseguidores. Se terminó el descampado, atravesó una avenida y enfiló una calle larga y estrecha, cuando vio con horror que por la otra punta se acercaba a toda velocidad unos potentes chorros de luz azul que giraban iluminando tétricamente las fachadas de los edificios, mientras un ulular taladrante llegaba hasta sus oídos, ¡Era la policia!. Onofre no podía comprender el odio de aquella gente. Él no había tenido la culpa. Y al fin y al cabo, la gata... era eso... tan sólo un animal. No tenía dueño, y además le había estado robando su comida día tras día. ¿Por qué le perseguían?. Se dejó caer contra la pared, ya no podía correr más, las piernas no le respondían y resbaló quedando sentado en la acera. Los primeros que llegaron hasta él lo agarraron y zarandearon llevándolo hacia el centro de la calzada, hasta que un sartenazo le abrió una brecha en la cabeza e hizo que un hilillo de sangre rodara frente abajo. Aquello fue como un toque de clarín, y los golpes, patadas y puñetazos arreciaron sobre él. Cuando la policía pudo romper el cerco que la muchedumbre formaba, encontraron en el suelo lo que parecía un bulto de ropa vieja. Onofre aún respiraba, aunque con dificultad. Tenía la cara cubierta de sangre y con un hilillo de voz seguía repitiendo obsesivamente: Fuuu... é un ac-ac-accidente... yo no que-quería haaa... cede dañoooo.
Dobló la cabeza, un escalofrío recorrió su cuerpecito... y expiró. La masa de buenos ciudadanos que lo habían linchado reculó en silencio, sin mirarse entre ellos. En ese momento llegaron una furgoneta y dos coches de los que salieron a la carrera hombres y mujeres con cámaras de televisión y focos. Uno de ellos, un tipo repeinado, se abrió paso entre la gente: ¡Dejen pasar, somos de Canal-31 Abran paso, por favor, ¡Julio!, hazme una buena toma del monstruo. Venga, vamos, preparados que estamos en directo! Y pasándose la mano por la corbata para colocarla dentro de la chaqueta se acercó el micrófono a los labios y dijo: Una vez más y gracias a la valiosa colaboración de los seguidores de nuestro programa hemos podido... ¡¡Vamos, grítenlo todos conmigo!!, dijo animando a la muchedumbre, ¡¡CAZAR AL DELINCUENTE!! ¡¡CA-ZAR-AL-DE-LIN-CUEN-TE!!.

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