Foto. (celda mínima, con dos literas) |
Opinión:
“Mejor
en prisión que en la calle”: el mito de la cárcel-hotel
Cada
cierto tiempo, se publican en todo tipo de periódicos noticias de
personas que en su desesperación delinquen para encontrar en la
cárcel techo y comida. En estas notas se narra la dura vida de una
persona en situación de pobreza extrema, muy a menudo sin techo, que
decide perpetrar un delito para ser encarcelado y disfrutar así de
una vivienda pública con pensión completa de forma gratuita. Estas
anécdotas son convertidas en categoría de forma recurrente gracias
a los prejuicios imperantes sobre lo que es y lo que significa la
vida en prisión, y contribuyen a reforzar el estereotipo de la
cárcel como hotel en el que cumplir condena es poco más que un
retiro temporal de la vida cotidiana en el que el interno es tratado
con “demasiada benevolencia” teniendo en cuenta que se trata de
un “delincuente”.
Exigir
a los centros penitenciarios dureza en las condiciones de vida
impuestas a los reos concuerda con los planteamientos de los
pensadores liberales del siglo XIX que consideraban que cualquier
alternativa al trabajo industrial debía estar ligada unas
condiciones que hicieran deseable la vida de la más pobre de las
familias proletarias. En el Reino Unido y en la Europa central, el
final del feudalismo y las transformaciones en las formas de
propiedad de la tierra empujan a millones de personas hacia las
ciudades a buscar nuevas formas de sustento, pero no todos los
migrantes logran una ocupación industrial y en los primeros compases
de la industrialización, las ciudades se caracterizan por el
hacinamiento y el incremento desmesurado de la pobreza y la
indigencia en las calles. Donde la recién estrenada ética del
trabajo no llegaba a convencer a la gente de las bondades del empleo
industrial, se aplicaba la represión para someter a los antiguos
campesinos y nuevos urbanitas de que su mejor destino era la
dignificación del empleo asalariado en fábricas y talleres. Es en
este contexto de pauperismo industrial e incremento de la mendicidad
urbana en el que viven su momento de esplendor las casas de trabajo
(workhouses) y los correccionales, y son vagabundos y prostitutas sus
primeros huéspedes.
En
las workhouses, hombres y mujeres realizaban trabajos industriales de
forma obligada a cambio de comida y techo. Su reclusión obedecía al
crimen de vagancia, mendicidad o ejercicio de la prostitución, y
eran detenidos y detenidas en macro-redadas ordenadas por las
autoridades municipales, que consideraban excesivo el número de
personas sin hogar acumuladas en la vía pública. En la Inglaterra
victoriana estas casas de trabajo tuvieron una importante presencia y
se desarrollaron legislaciones en las que claramente se describía el
destino que debía marcar las vidas de aquellas personas que “no
podían mantenerse por sí mismas”. La New Poor Law Act británica
de 1834 establecía que no se debía dar asistencia a aquellas
personas pobres que rechazaran su internamiento en una Workhouse.
Instituciones paralelas tenían la misma función social en el
proceso de industrialización alemán o en la Francia napoleónica.
En los países del sur de Europa, de industrialización más tardía,
la Iglesia incorpora la doctrina del pan por trabajo con
instituciones como las Casas de Arrepentidas (cárceles cuya misión
es el control de mujeres de vida desordenada) o los Hospicios para
Pobres.
Foto. (Cárcel con alambradas y cámaras) |
Si
bien la aplicación de penas de privación de libertad no es ninguna
novedad surgida de la revolución industrial, la generalización del
uso de la reclusión penitenciaria en sustitución de la pena de
muerte es consecuencia de la modernización y de un intento de
humanización ilustrada de la economía del castigo. La experiencia
de internamiento de un gran número de personas en situación de
pobreza urbana severa y desempleo constituye un aprendizaje
institucional que facilita el desarrollo de los sistemas
penitenciarios modernos. El mismo proceso de humanización de las
penas transforma la justificación punitiva de la pena de prisión a
una justificación reeducativa o de reinserción social de los
penados, pero, la historia de la institución penitenciaria es la
historia de un gran fracaso que dura ya doscientos años.
Las
cárceles nunca han dejado de ser una herramienta de control de la
marginalidad. La aplicación de la pena de prisión mantiene un sesgo
de clase en todos los países del mundo. La capacidad reeducativa de
la reclusión se ha mostrado nula y existe importante evidencia
empírica de que la prisión engendra más exclusión social. El
triunfo de la ética del trabajo y el propio origen moralizante de
las instituciones penitenciarias explican, en parte, la falta de
reparos con la que se opina sobre las condiciones que deberían
imperar en los centros de reclusión. Cualquier indicio de comodidad
es visto como un lujo innecesario, a la par que moralmente
reprobable, al servicio de individuos merecedores de la mayor
severidad. Se vacía así de significado la condena de privación de
libertad para poner énfasis en las condiciones de cumplimiento, como
si el régimen penitenciario no fuera, en sí mismo, un método de
castigo. La ola de populismo punitivo de los últimos treinta años
ha añadido a esta confusión entre condena de privación de libertad
y condiciones de cumplimiento argumentos que vinculan las condiciones
de vida de los penados con la dignidad de las víctimas. Como
recuerda David Garland en La Sociedad del Control, las víctimas han
tomado un papel central en el debate sobre las penas convirtiendo las
condenas en una especie de juego de suma cero en el que restar
serveridad al castigo supone una ofensa.
El
desconocimiento de la realidad penitenciaria facilita el clamor
popular por el endurecimiento de las condiciones de vida de los
internos. Mientras la demagogia del populismo punitivo se centra en
remarcar la presencia de televisores en las celdas, la existencia de
equipamientos deportivos en las cárceles, o que en los centros de
reciente construcción hay piscina, lo que se muestra realmente
relevante para la percepción de calidad de vida de los internos son
las relaciones interpersonales que se establecen durante el
cumplimiento de la condena, las posibilidades de acceder a permisos
que hagan más soportable la reclusión, o la periodicidad de las
visitas de familiares.
Dibujo. (cadáveres mutilados, sobre ellos los poderes de ejército y policía, clero, banqueros...) |
Con
independencia de que en una prisión haya o no polideportivo, el
régimen penitenciario consiste en una sucesión de días en los que
no existe la mínima posibilidad de decidir sobre la cotidianidad. A
la hora señalada debe levantarse y esperar el recuento, salir de la
celda y permanecer en los espacios comunes. No decide ni cuando, ni
cómo, ni qué desayuna, almuerza o cena. Esté de peor o de mejor
humor, no puede decidir quedarse en la celda, tirado en la cama,
leyendo un libro o mirando la televisión. No decide cuando llamar a
su familia ni cuando recibir visitas. Ni tan sólo puede decidir
hablar con un compañero o amigo del mismo módulo si no es en el
horario marcado para estar en las salas o los patios. La incapacidad
de romper la monotonía de una vida marcada por los horarios
convierte en lujos imprescindibles pequeños placeres como un café o
un refresco de máquina… O las chocolatinas compradas en el
economato del módulo (a un precio sustancialmente superior del que
pagaríamos en cualquier supermercado)…
Especialmente
duras son las condiciones de indigencia carcelaria que viven aquellos
internos que no reciben dinero de sus familias. Si bien es cierto que
ya no se obliga a los presos a trabajar a cambio de comida y techo,
las instituciones penitenciarias no proporcionan nada más que eso:
comida y techo. El lote higiénico que antes de los recortes
presupuestarios de 2011 se facilitaba a los internos mensualmente, se
reparte hoy una vez al trimestre. Los productos de limpieza (lejía y
un estropajo), el papel higiénico, el jabón, las cuchillas de
afeitar… son insuficientes para asearse durante tres meses. Sin
dinero no hay posibilidad de completarlo en el economato y hay que
pedir favores o contraer deudas que se tendrán que pagar
posteriormente con favores o tabaco. La mayor parte de las personas
que sufren esta indigencia carcelaria son africanas, no disponen de
recursos para mantener el contacto con su familia y saben que van a
cumplir su condena del primer al último día sin permisos ni
terceros grados. Existe la posibilidad de conseguir un empleo en los
talleres para conseguir una remuneración mínima que permita
sobrellevar la situación, pero deben haber plazas disponibles y el
trabajo debe ser asignado por la Junta de Tratamiento. Muy a menudo,
una ocupación que indigna a buena parte de los presos por su mísera
remuneración, constituye una tabla de salvación para algunos.
Las
encuestas sobre actitudes punitivas de la ciudadanía parecen indicar
que la extendida opinión de que la ciudadanía de los países
europeos reclama más mano dura debería matizarse. Parece ser que se
exige mayor dureza en el castigo bajo una muy extendida situación de
desconocimiento de las penas que contempla el código penal.
Irónicamente, bajo la premisa errónea de que los castigos son
blandos parece que se exige una dureza inferior a la que ya se da en
la realidad. ¿Sucede lo mismo con las ideas preconcebidas acerca del
impacto subjetivo del encarcelamiento? ¿De conocer lo que supone la
supervivencia en prisión, nos fijaríamos en la piscina?
De:
No hay comentarios:
Publicar un comentario