domingo, 11 de diciembre de 2016

Cuando en Reinosa los obreros desarmaron a la G.C.

M.P.M. (un joven con capucha, mirando desafiante)
Dos siglos de Resistencia Obrera
Agenda

EL DÍA QUE LOS OBREROS DESARMARON A LA GUARDIA CIVIL

El 7 de marzo de 1987, se conoció la noticia del expediente de regulación de empleo que significaba el despido de 500 obreros de Forjas y Aceros de Reinosa (Cantabria).

La respuesta no se hizo esperar. El día 11 de marzo, Enrique Antolín, presidente de Forjas y Aceros, que había sido premiado con una Consejería de Obras Públicas por el Gobierno Vasco, fue retenido por los trabajadores de Forjas a los que se unieron los de Farga y CEMESA.

Al día siguiente destacamentos de asalto de la Guardia Civil asaltaron el bunker donde lo tenían retenido. En ese momento sonaron las sirenas de Forjas, todo el pueblo de Reinosa salió a la calle. Se produjo una auténtica batalla campal. Una unidad de la Guardia Civil, tras agotar toda la munición, fue acorralada y desarmada por los obreros.

A partir de ese momento Reinosa se convirtió en zona de guerra. Fue cercada por las tanquetas de la Guardia Civil, centenares de obreros fueron heridos, otros tantos detenidos; el 16 de abril, cuando la población estaba concentrada, la Guardia Civil cargó contra todos, hombres, mujeres, ancianos y niños.

El asalto se saldó con 85 heridos graves y el asesinato de Gonzalo Ruiz, un trabajador de Forjas, asfixiado con seis botes de humo cuando intentaba refugiarse en un garaje.

El PSOE, en su campaña electoral, presentaría más tarde un cartel con el slogan: “Reinosa: las cosas bien hechas”.


- Dibujo de M.P.M. 2007. Encapuchado.

Apoyo de Machado y otr@s intelectuales en el Diario "Milicia Popular".
Antonio Machado

La Vanguardia, diario al servicio de la democracia
Barcelona, viernes 16 de julio de 1937

año LVI, número 22.883. página 1

Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil –era el tópico al uso de aquellos días– consagrado a una actividad aristocrática en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto ingenuas: «Escribir para el pueblo –decía un maestro– ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos –claro está– de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, escribir para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular.
Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.

Los milicianos de 1936

Después de puesta su vida tantas veces por su ley al tablero…
I
¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando, diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos? Tal ves será, porque estos hombres, no precisamente, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible, de quienes, como dice el poeta, «ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única –si se pierde, no hay otra– por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.
II
Cuando una gran ciudad –como Madrid en estos días– vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece – literalmente–, se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma, entre varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.
III
Entre nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede encontrarse acaso en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y –digámoslo con orgullo—perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie –signos de clase, hábitos o indumentos– a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar –jesuíticamente– la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme y la ética popular. «Nadie es más que nadie» reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Si, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. «Nadie es más que nadie», porque –y éste es el más hondo sentido de la frase–, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito.
IV
Cuando el Cid, el Señor, por obra de una hombría que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo se gana el pan». Con tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigiéndole, de hombre a hombre, que jure sobre los Evangelios no deber la corona al fratricidio. Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos dos infantes de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos; aquellos dos señoritos felones, estampas definitivas de una aristocracia encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquellos tiempos.
V
No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del «robledo de Corpes». No afirmaré yo tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad.
(…)

Cartel. "Jornada contra les presons".
Convocatorias:

Barcelona, domingo 18
Jornada contra las prisiones
Kiosc Okupat Plaça Revolució
-Charlas, comida solidaria, documental “Abajo los muros”, presentación de las marchas a prisión del 31 diciembre...

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