martes, 7 de diciembre de 2010

La represión... que a todos nos llega

Este escrito está editado en 1992. Pero es de tal actualidad, que lo editamos íntegro. Merece la pena:


La militarización de los obreros en huelga
Vigencia actual de la Ley de Movilización Nacional
Juan Manuel Olarieta Alberdi

Publicado por la revista “Jueces para la Democracia”, núm. 16-17, 1992, pgs. 35-40.


Con ocasión de la reciente huelga de los trabajadores de la “Empresa Municipal de Transportes” de Madrid, el delegado de Gobierno en Madrid anunció públicamente que se estaba valorando la posibilidad de militarizar los transportes públicos. La norma jurídica que venía amparando dicha medida no es otra que la Ley 56/69 de 26 de abril, de Movilización Nacional.

Desde los mismos orígenes del capitalismo la huelga se configuró como delito, bajo la consideración de que se trataba de una medida de fuerza colectiva contra una relación laboral configurada, en base a las normas jurídicas liberales, de forma individual y “libre”. La incidencia de lo grupal en lo que sólo podía ser individual, alteraba el desenvolvimiento “espontáneo” del mercado, engendraba una coacción típica. Sin embargo, en España la configuración penal de la huelga, por razones históricas y políticas, se incluyó entre las modalidades de sedición, un delito de origen y raigambre militar.

Pueden encontrarse antecedentes de esta tradición en la circular de Sagasta dictada en 1872 por la que prohibía la Primera Internacional. No obstante, han sido los regímenes totalitarios los que con mayor rigor han equiparado ambas figuras jurídicas a fin de imponer un estado de guerra en el interior mismo de los centros de trabajo y neutralizar la acción política de la clase obrera. Las fábricas en “estado de sitio” permitían la libre intervención de los militares en la represión de los conflictos laborales en favor de la burguesía, a cuyo servicio incondicional se ponían. En realidad no se trata más que de un ejemplo, entre los muchos que podrían enumerarse, de la instrumentalización del Estado burgués en beneficio de los intereses privados de la clase dominante.

Lo que pretendemos comprobar aquí es si este tipo de construcciones jurídicas, netamente preconstitucionales, subsisten y, más en concreto, si subsisten aún en España, o si por el contrario, han desaparecido con el cambio político de 1978. Una interpretación jurídica, por poco estricta que fuera, no podría sino descartar tal posibilidad. Pero las prácticas gubernativas van por otros derroteros, lo que nos hace alertar acerca de los graves peligros en que pueda verse envuelto el derecho de huelga, ahora en trance de regulación. Aquí, como en otros terrenos, poco se ha despenalizado, desmilitarizado o despolicializado; por contra perviven todos los viejos instrumentos represivos, que pueden ser utilizados en cualquier momento por el Gobierno de turno en cuanto lo estime conveniente. El viejo arsenal jurídico acumulado en cuarenta años de dictadura militar no ha desaparecido; permanece en la reserva a la espera de tiempos favorables; no ha sido sustituido sino acumulado al nuevo dispositivo constitucional.

1. Antecedentes jurídicos: huelga y sedición militar

Por no remontamos más lejos, a los efectos que aquí interesa remarcar, cabe situar el origen de la criminalización castrense de la huelga en el artículo 6-F) del bando militar redactado por Franco poco después (el 28 de julio) de su alzamiento contra la República: todas las huelgas eran delitos de rebelión militar competencia de los consejos de guerra en juicio sumarísimo en el que no cabía forma alguna de defensa. El artículo XI-2 del Fuero del Trabajo de 1938 afirmaba otro tanto, calificando a la huelga como “delito de lesa patria”. En parecidos términos se expresaba el artículo 2 del Decreto de septiembre de 1960 sobre bandidaje, terrorismo y rebelión militar: la huelga se concebía como “rebelión militar”.

Pero nos parece más interesante consignar aquí el artículo 32.f) de la Ley de Orden Público de 1959, que bajo el estado de excepción autorizaba “con carácter extraordinario” la movilización de “los recursos del territorio o de las localidades en que se declare el estado de excepción, pudiendo llegar, si fuera necesario para remediar la calamidad o dominar la perturbación, a disponer de las armas, municiones, vehículos, carburantes, víveres, animales o materiales de toda clase o la intervención u ocupación de industrias, fábricas, talleres o explotaciones”.

Hasta entonces la asimilación de la huelga a la sedición había sido sólo a efectos sustantivo penales; ahora ya se pasaba al procedimiento, a la forma de intervención sobre los centros de trabajo, si bien se aludía a la posible afectación sobre los bienes más que sobre los trabajadores.

En 1965 se modificó la tipificación penal de la huelga; dejaban de ser delito las huelgas “estrictamente laborales” y se incriminaban (nuevo artículo 222.2 del Código Penal) sólo las que atentaran contra la seguridad del Estado. Pero el artículo 222.1 seguía calificando como sediciosos a “los funcionarios, empleados y particulares encargados de la prestación de todo género de servicios públicos o de reconocida e inaplazable necesidad que, suspendiendo su actividad, ocasionen trastornos a los mismos o, de cualquier forma, alteren su regularidad”.

Se introdujo así en el Código Penal la noción de “servicios mínimos” o “esenciales” para la población que luego acabaría en la Constitución (artículos 28.2 y 37.2) Y en los artículos 8.c) y 15 del Proyecto de Ley de Huelga de 14 de mayo de 1992. Por otra parte, continuaba reputándose la huelga como sedición.
Supuestos claros de militarización de trabajadores y de criminalización castrense de los conflictos laborales eran los artículos 6.6, 13.1 y 299 del Código de Justicia Militar de 1945.

2. La “funcionarización” de los trabajadores

El Decreto 2525/67 de 20 de octubre entra ya a modificar profundamente la condición jurídica de determinadas categorías de trabajadores. El Decreto regulaba el estatuto del personal civil no funcionario de las fábricas militares, excluyendo la jurisdicción laboral y sustituyéndola por una puramente administrativa que se agotaba ante el director general correspondiente (artículo 75), lo que constituía una absoluta contradicción: se trataba de personal no funcionario, pero “funcionarizado” aunque sin acceso a los tribunales contencioso-administrativos, esto es, privados de toda posibilidad de recurso. Este estatuto no se aplicaba en determinados casos enumerados en el artículo 2, excepto “en tiempo de guerra o en circunstancias de excepción declaradas por el Gobierno”, el cual podía “acordar la aplicación de las disposiciones de la presente Reglamentación sobre faltas y sanciones, jurisdicción y procedimiento, al personal de los Organismos o Empresas enumeradas en los anteriores apartados”.

Un ejemplo práctico de la forma de aplicar esta excepción fue el Decreto 67/76, de 23 de enero, del Ministerio del Aire, que afectó a los trabajadores de la empresa CASA. Este Decreto, en su exposición de motivos, manifestaba que concurrían las particularidades del párrafo final del artículo 2 del Decreto 2525/67, pero no decía cuáles eran, ni si se trataba del estado de guerra o de las circunstancias de excepción. Sea como fuere, el artículo 1 de este Decreto transformaba en causa de despido la incursión de los trabajadores en determinadas “conductas” (pertenencia a asociaciones ilegales, convocatoria de huelgas, etc.) que en realidad eran delitos, no utilizándose este término para evitar el requisito de la condena previa en la vía penal y autorizar la imposición de dos sanciones en otras tantas jurisdicciones (penal y laboral) o, en caso contrario, la concurrencia de resoluciones divergentes sobre unos mismos hechos. Cabía la posibilidad de ser absuelto del delito de asociación ilícita pero ser despedido, sin embargo, por dicho motivo.

Merece consignarse también el artículo 3 de este Decreto, según cuyo tenor “cuando por la naturaleza, alcance o entidad de los hechos, la Dirección General estime que no afectan en forma alguna a los intereses del Ejército del Aire, podrá inhibirse de su conocimiento, en cuyo caso se aplicará la Ordenanza Laboral correspondiente a la empresa y las normas de procedimiento y jurisdicción ordinarias”. La jurisdicción, por tanto, estaba al criterio de un director general. Subsistían los mismos motivos de despido, a cuyos efectos los hechos sí afectan al interé del Ejército del Aire, pero a efectos jurisdiccionales desaparecía dicho interés...

Se había dado el primer paso, la “funcionarización” de los trabajadores. Sólo un año después se autoriza su “militarización”.

3. La Ley de Movilización Nacional

La Ley 56/69 de 26 de abril de movilización nacional estableció dos categorías intermedias entre el personal civil y el militar: el movilizado y el militarizado. Todas las medidas que allí se contemplan están previstas no ya solamente para la defensa del país en caso de guerra, sino también para “situaciones excepcionales” (artículo 1) que podrían prolongarse “por el tiempo indispensable, cuando se estime necesario con fines de instrucción” (artículo 7, párrafo final).

Dichas medidas se pueden tomar, además, por decreto del Gobierno (artículo 4), pero la práctica fue, una vez más, bien diferente, como lo prueba el Decreto 624/72 de 17 de marzo, que delegaba en el ministro de Marina la militarización, previo acuerdo con los de Gobernación e Industria. La competencia bajaba de grado en la escala administrativa: entre tres ministros podían militarizar una empresa, quedando “el personal movilizado y militarizado sujeto al Código de Justicia Militar” (artículo 18). Por personal movilizado entiende la Ley el que queda encuadrado dentro de las Fuerzas Armadas, mientras que por militarizado hay que entender, entre otros, “el correspondiente a organismos o empresas movilizadas o militarizadas total o parcialmente”.

Destaca el empleo disuasorio de estas maniobras de movilización ante determinados conflictos laborales.

De esta Ley -o de la amenaza pública de su empleo- se ha hecho un uso relativamente frecuente, siempre en relación con conflictos laborales, constituyendo un poderoso factor de intimidación contra el ejercicio de un derecho fundamental de los trabajadores: julio de 1970, metro de Madrid; marzo de 972, Empresa Nacional Bazán; enero de 1976, Correos; enero de 1976, Renfe; febrero de 1976, Policía Municipal de Barcelona; febrero de 1976, bomberos de Barcelona; octubre de 1976, transportes de Zaragoza; diciembre de 1977, transportes de Madrid; octubre de 1978, Empresa Nacional de Electricidad; marzo de 1979, Unión Eléctrica de Canarias; marzo de 1979, metro de Barcelona; agosto de 1979, Campsa.

Según Baylos Grau, esta Ley es una “técnica tendente a la supresión de las huelgas”, añadiendo que “la elección de esta técnica pone de manifiesto la necesidad de intervención del aparato de Estado en un sistema capitalista, el ejercicio de la violencia por parte de éste para mantener el sistema de dominación” (1). En realidad representa algo bastante más trascendente; se trata, dice Vicent Fisas, de “una de las leyes más anacrónicas y medievales inventadas por el aparato represor del Estado” (2), donde el artículo 11 impone los trabajos forzados (prohibidos en los Convenios 29 y 105 de la OIT), y el salario se sustituye por un subsidio que varía en función de las cargas familiares, se impone la obligación de realizar horas extras, la ausencia al trabajo es delito de deserción (3), etc. Como apunta Baylos, “la militarización supone la intervención del Ejército en el mantenimiento de la disciplina militar en la actividad productiva y en la dirección de los recursos obtenidos para su
utilización de la manera más eficaz con vistas a los fines perseguidos de defensa del país en caso de guerra o de excepción” (4).

Respecto al alcance de esta Ley, ha escrito Fisas que “de forma preventiva es usual el entrenamiento de determinadas empresas para casos de movilización” (5), en las que se entrega a los trabajadores una tarjeta con su puesto de trabajo y su graduación militar (6).

La Orden de 7 de julio de 1972 planificó una clasificación de las empresas a efectos de movilización, algunas de las cuales recibirían el grado de “entidades esenciales”. Se concedió al Servicio Central de Movilización la competencia para proceder a ello. Este Servicio inventarió nada menos que 6.000 empresas calificadas de “esenciales” en casos de crisis.

Esta Ley era el fruto de décadas de legislación militar, reflejo del papel de los militares en la vida política y social del país: “El Estado español -concluye Baylos- tiende por su propia conformación política, a utilizar el Ejército como solución exclusiva frente a los problemas que le crean sus propias contradicciones” (7).

4. Constitucionalidad de la Ley de Movilización Nacional

Actualmente la huelga aparece como un derecho fundamental (artículo 28.2 de la Constitución) y la Le de Movilización, entre otras cosas, como hemos expuesto, es un “instrumento especializado en la supresión de las huelgas” (8). Además, según el artículo 117.5, el fuero militar debe ceñirse al “ámbito estrictamente castrense” y a los supuestos en que se declare el estado de sitio. Por otra parte, el artículo 55.1 sólo autoriza a suspender el derecho de huelga en los estados de excepción y de sitio, por lo que un decreto del Gobierno sería legalmente inviable para proceder a la movilización de los trabajadores.
Parece, pues, bastante claro que esta ley ha dejado de estar vigente en su totalidad tras la promulgación de la Constitución de 1978. Cruz Villalón ha rechazado rotundamente el plano jurídico la posibilidad de proceder por decreto a la movilización, por ser manifiestamente anticonstitucional (9). En efecto, como afirma Baylos Grau, “el régimen jurídico implantado por la
militarización supone una exclusión constitutiva de la relación laboral, conformando un estatuto jurídico caracterizado por una prestación personal obligatoria, de trabajo forzoso no libre, sometida al Código de Justicia Militar” (10). Y también Arroyo Zapatero se ha pronunciado en términos similares (11).

Pero es fácil comprobar cómo por encima de los principios constitucionales se imponen normas distintas de muy inferior rango.

Los mismos constituyentes elaboran el proyecto de reforma de la Ley de Orden Público (12), donde se decía abiertamente que era elemento integrante del orden público “el regular funcionamiento de los servicios públicos y de los mecanismos económicos del mercado, el respeto de la propiedad pública y privada y la garantía de los productos esenciales para la vida humana”.

Pocas normas jurídicas como la de Movilización Nacional de 1969 han recibido un respaldo legislativo posterior tan contundente.

Primero fue la Ley Orgánica 6/80 de la Defensa Nacional, cuyo artículo 14.1 afirma: “Todos los recursos humanos y materiales y todas las actividades, cualquiera que sea su naturaleza, podrán ser movilizados por el Gobierno para satisfacer las necesidades de la defensa nacional o las planteadas por circunstancias excepcionales, en los términos que establezca la Ley de Movilización Nacional”. Parece referirse, sin embargo, a una nueva Ley de Movilización aún por elaborar, y no a la de 1969. Pero luego fue la Ley Orgánica 9/80, al modificar el artículo 13.1 del Código de Justicia Militar en los siguientes términos: “También se considerarán militares los paisanos que, por disposición del Gobierno, sean movilizados o militarizados con cualquier
asimilación o consideración militar efectiva u honorífica mientras que se encuentran en tal situación”. Más tarde fue la Ley Orgánica 4/81 sobre estados de alarma, excepción y sitio, que declara expresamente en vigor la Ley de Movilización en su artículo 12.2, dándole carácter supletorio. Finalmente, el nuevo Código Penal Militar de 1985 afirma en su artículo 8.5 que también son militares quienes “presten servicio al ser movilizados o militarizados por decisión del Gobierno”.

No es de extrañar que Javier Gálvez no encuentre contradicción entre la Ley de Movilización y la Constitución, y sostenía que “el derecho de la comunidad a que no se interrumpa la prestación de los servicios públicos esenciales goza de preeminencia en relación con el derecho a adoptar medidas de conflicto colectivo. Instrumento de dicha garantía podrán ser las previsiones de militarización o requisa, en su caso, y el establecimiento de sanciones para los supuestos de suspensión voluntaria de tales servicios” (13).

Pero el esfuerzo por argumentar jurídicamente la vigencia de la Ley de 1969 tras la Constitución es vano. Las razones son políticas, aluden a la inercia del pasado: no solamente el desarrollo legislativo, sino la misma práctica ha demostrado que la Ley de 1969 sigue vigente. No hay más que consultar los Boletines Oficiales del Estado de 6 y 7 de marzo de 1979 para encontrar dos decretos de militarización de sendos colectivos de trabajadores, quienes pasan a “depender a efectos jurisdiccionales y de disciplina del Capitán General” de la Región Militar correspondiente (artículo 2). El artículo 4 autoriza, además, a que el Servicio de Movilización proceda a una “militarización de carácter selectivo de personas o grupos de personas”.

Todas estas medidas fueron tomadas con posterioridad a la promulgación de la Constitución. Este artículo 4 seguía una política legislativa muy significativa, iniciada en 1976, cuando se introdujo la noción de “estado de excepción selectivo” (14), antecedente inmediato de la “suspensión individual de garantías” del artículo 55.2 de la Constitución.

5. Formas de militarización de los trabajadores en el Derecho vigente

La movilización de los trabajadores, por tanto, no es sólo posible en los estados de sitio, como sostiene Cruz Villalón (15), sino que se puede decretar en cuatro situaciones distintas. Primero, se puede ordenar de forma autónoma, es decir, sin declarar previamente ningún estado de emergencia (16), ya que el propio artículo 1 diferencia claramente las necesidades ordinarias de la defensa nacional, de las “situaciones de excepción”. Y el párrafo final del artículo 7 dice textualmente: “La ejecución de todas o parte de estas medidas podrá tener lugar no sólo en las situaciones previstas en el artículo primero, sino también por el tiempo indispensable, cuando se estime necesario con fines de instrucción”. Parece, pues, que cabe la posibilidad de militarizar a los trabajadores por mero entrenamiento y preparación, a fin de hacer maniobras y sin necesidad de que exista una previa suspensión de garantías. Esta primera posibilidad de movilización autónoma parece corroborada, por si no bastara lo hasta aquí argumentado, en el artículo 14.1 de la Ley Orgánica 6/80 de la Defensa Nacional y en el artículo 8.5 del Código Penal Militar. Nos parece, pues, incuestionable esta interpretación.

Es además factible la militarización declarando cualesquiera de los estados de alarma, excepción y sitio, dado que la Ley de 1969 es supletoria respecto a la nueva normativa sobre la materia (artículo 12.2) y, además, estos estados de emergencia tienen carácter acumulativo. El estado de alarma se concibe tanto para hacer frente a las calamidades y catástrofes naturales, como ante conflictos laborales graves que den lugar a desabastecimientos o privación de los servicios públicos esenciales. Bajo el estado de excepción se pueden adoptar todas las medidas posibles bajo el estado de alarma más las suyas propias y características (artículo 28), y en el estado de sitio, todas las posibles en el estado de excepción más otras que le son características (artículo 22.2 de la Ley Orgánica 6/80 de la Defensa Nacional y artículo 32.3 de la de alarma, excepción y
sitio).
El problema consiste en determinar si pese a tales facilidades de militarización, pueden aceptarse todas las consecuencias jurídicas de la movilización, especialmente la aplicabilidad del Derecho Penal Militar, es decir, si toda la Ley de Movilización Nacional está vigente o hay disposiciones singulares absolutamente contrarias a la Constitución. En el ámbito sustantivo penal, Arroyo Zapatero se ha manifestado contrario a la consideración de la huelga como delito de sedición militar, incluso bajo el estado de sitio (17); pero puede eludirse fácilmente el obstáculo empleando la técnica de los bandos militares: si el bando del jefe militar ordena a los trabajadores la reintegración al trabajo, el mantenimiento de la huelga no sería formalmente un delito de sedición pero sí de desobediencia al bando, delito contemplado en el Código Penal Militar de 1985. Las
técnicas son intercambiables; el régimen jurídico del estado de sitio depende del bando de un mando militar, cuyo contenido resulta difícilmente precisable y en situaciones críticas es ingenuo pensar que vaya ajustarse a límites jurídicos o que se contenga por escrúpulos de alguna clase.

La posibilidad de militarización autónoma o sin declaración previa de emergencia nos revelaría de mayores precisiones en cuando a los estados de alarma y excepción en concreto. Pero conviene poner de relieve algunas circunstancias. En el estado de alarma todos los funcionarios y trabajadores al servicio de las Administraciones públicas “quedarán bajo las órdenes directas de la
autoridad competente en cuando sea necesario para la protección de personas, bienes y lugares, pudiendo imponerles servicios extraordinarios por su duración o por su naturaleza” (artículo 9.1 de la Ley Orgánica 4/81), de manera que “el incumplimiento o la resistencia a las órdenes de la Autoridad competente en el estado de alarma será sancionado con arreglo a lo dispuesto en las leyes” (artículo 10.1). Finalmente, bajo el estado de excepción no sólo está autorizada la suspensión del derecho de huelga (artículo 23), sino también la “intervención de industrias” (artículo 26.1), así como la vigilancia y protección de instalaciones, obras, servicios públicos, industrias y explotaciones, hasta el punto de poder “emplazar puestos armados en los lugares más apropiados” (artículo 27).

Importa también subrayar que el reconocimiento del derecho de huelga en la Constitución y en su proyecto regulador (artículo 1) está configurado como un instrumento de que disponen los trabajadores para la defensa de “sus intereses”, y es fácil deducir que sólo es constitucional la huelga en defensa de intereses estrictamente laborales y sindicales, y que caen fuera de ese ámbito las de “intencionalidad política”, como decía el viejo Código Penal y actualmente las que tengan por objeto “subvertir el orden constitucional” (artículo 8 del proyecto de ley de huelga).

El respaldo a esta interpretación está en el artículo 7 de la propia Constitución, que ciñe la acción sindical de los trabajadores “a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que le son propios”. Los trabajadores, según la Constitución, no constituyen una clase con intereses políticos definidos, sino una especie de corporación profesional equiparable a los arquitectos, notarios o médicos.

La actividad política parece reservada a la categoría informe de “ciudadanos”, iguales todos ellos ante la ley y cuyo cauce de intervención política son los partidos políticos y las elecciones, no las huelgas.

6. Las raíces totalitarias de la movilización militar

Todo este tipo de normas tienen su origen en la teoría jurídica, propagada por los ideólogos del “Estado total” (18), que se rastrea con la claridad de Ernst Junger y Carl Schmitt, teoría derivada de las concepciones geopolíticas sobre el “espacio vital”.

Schmitt, por ejemplo, acuñó las expresiones de potencialidad militar (expresión del arto 4.2 de la Ley Orgánica 6/80 de la Defensa Nacional) y movilización total: “La Sociedad que a sí misma se organiza en Estado -escribió- hállase en trance de abandonar el tipo de Estado neutral, propio del siglo XIX, de transformarse en un Estado potencialmente integral” (19). El Estado no es ya ajeno ni neutral entre las clases sociales y las fuerzas políticas; no está separado de la sociedad ni está
abierto a las diferentes corrientes sociales, sino que por el contrario es un Estado-partido y partidista, un Estado-clase netamente beligerante.

Estas concepciones, propias del fascismo de entreguerras, parecen retornar hoy plenamente vigentes y asumidas por los Estados capitalistas, que pretenden hacerlas pasar como si de ideas normales y corrientes se tratara (20). Hoy el Estado, más que nunca, está diseñado por y para la guerra, está preparado para la guerra, que considera no como una apertura de las hostilidades, sino todo el período previo de su preparación. Es un Estado que está siempre vigilante porque tiene una visión
existencial del conflicto: hay guerra siempre que el enemigo está presente, y siempre hay un enemigo presente para el Estado contemporáneo. Esa situación de permanente vigilancia hace que acabe viendo enemigos por todas partes: el enemigo no es sólo otro Estado, el extranjero, sino que está dentro incluso: la subversión es un capítulo de la guerra, y la huelga, un acto de fuerza, cuando no de guerra también (21).

En este clima es donde hay que situar, a mi juicio, el mantenimiento de la Guardia Civil como cuerpo militar en funciones policiales interiores y, por tanto, la consideración del ciudadano, no como sujeto de derechos constitucionales, sino como enemigo potencial.

Por otro lado, las nuevas tecnologías, el progreso científico ha transformado la forma de hacer la guerra; ya no hay trincheras y disparos solamente, sino que todas las energías nacionales deben cooperar en la “victoria” militar. De manera que todo debe estar al servicio y disponible para el ejército y, además, el ejército, a su vez, debe estar disponible para todo” (22).

Pero sería simplista afirmar que todo se debe poner a disposición de los generales; en realidad todos, incluida la población, tienen que ponerse bajo sus órdenes: “El aparato bélico, tecnológico actual -escribe C. J. Friedrich- es absorbente, global, omnipresente, y exige la participación de todos y cada uno en la lucha” (23). De lo contrario el potencial militar se vería mermado y reducido, no estaría a ciento por ciento de sus posibilidades, no se aprovecharían todas las energías posibles.

Esto significa también que todos deben participar en la lucha antisubversiva, en la “defensa civil” (24), en la lucha contra el “enemigo interior”. Todos deben colaborar y, además, para ser más eficaces deben ponerse de acuerdo (consenso) en aras de “los intereses superiores de la nación” que, lógicamente, están por encima de los intereses -y por tanto de los derechos- individuales (25). Su reflejo jurídico más claro fue el artículo 2 de la Ley Orgánica 6/80 de la Defensa Nacional, que decía:

“La defensa nacional es la disposición, integración y acción coordinada de todas las energías y fuerzas morales y materiales de la Nación, ante cualquier forma de agresión, debiendo todos los españoles participar en el logro de tal fin. Tiene por finalidad garantizar de modo permanente la unidad, la soberanía e independencia de España, su integridad territorial y el ordenamiento constitucional, su integridad territorial y el ordenamiento constitucional, protegiendo la vida de la población y los intereses de la Patria, en el marco de lo dispuesto en el artículo 97 de la Constitución”.

Es la perfecta definición de un Estado total que tan claramente expusiera Aunós en 1930, alabando las nuevas normas jurídicas que comenzaban a difundirse por entonces en Europa, las cuales “muestran elocuentemente cómo los Ministerios de Trabajo son colaboradores de los Ministerios de Defensa Nacional en un amplio sentido constructivo, y cómo las leyes sociales disciplinan y
afirman el deber de las masas productoras convirtiéndolas en defensas básicas del país” (26). Y también Girón lo expuso en plena función de ministro franquista: “El trabajador es un soldado de la Patria, con toda la disciplina implacable, pero con toda la gloria de serlo”. Son ejemplos significativos de la incorporación al ordenamiento jurídico común de normas excepcionales: la posibilidad de proceder a la militarización de las personas sin necesidad de declarar el estado de sitio, el estado de guerra por decreto.

Notas:

(1) “La militarización de los servicios públicos”, El Cárabo, núm. 2, septiembre-octubre de 1976.

(2) El poder militar en España, Laia, Barcelona, 1979, pg. 134.

(3) Vid. un ejemplo en Fuertes: Consejo de Guerra a seis trabajadores, Gaceta de Derecho Social, núm. 21, febrero de 1973, pg.8.

(4) La militarización, El Cárabo, pg. 28.

(5) El poder militar en España, Laia, Barcelona, pg. 139.

(6) Véase un ejemplo en C. García Valdés: “M de movilización”, Gaceta de Derecho social, núm. 27, agosto de 1973. pg. 12; pero el comentario del autor ante el acontecimiento no responde la legislación vigente: “En cualquier caso -dice García Valdés- lo más importante para nosotros es apresuramos a adelantar que la medida no tiene por qué afectar -en pura teoría jurídica- a los intereses laborales de los trabajadores, los cuales no han de pensar que serán coartados en sus reivindicaciones laborales justas”. Incluso pretende justificar la militarización para que las empresas efectúen “servicios especiales” en casos tales como incendios, explosiones, inundaciones y alteraciones públicas”. No contento con sostener tamaña tesis. García Valdés continúa en habla en la tarjeta no tienen nada que ver con la actividad trabajadora, su jurisdicción propia -no militar, desde
luego- situaciones conflictivas y cauces de protesta, en su caso”. Evidentemente el autor no conocía la Ley a la que se estaba refiriendo.

(7) La militarización, El Cárabo, pg. 34.

(8) Baylos Grau: Derecho de huelga y servicios esenciales para la comunidad, Tecnos, Madrid, 1987, pg. 204.

(9) Estados excepcionales y suspensión de garantías, Tecnos, Madrid, 1984, pg. 79.

(10) Derecho de huelga, pg. 204.

(11) “Responsabilidad penal en la huelga y el cierre patronal”, Comentarios a la legislación penal, Edersa, Madrid, 1983, tomo

11, pgs. 230 y ss.

(12) Diario de Sesiones de las Cortes, 1 de febrero de 1978, págs. 972 y ss.

(13) Con Garrido Falla, Serrano Alberca y otros: Comentarios a la Constitución, Civitas, Madrid, 1980, pg. 465.

(14) Fraga Iribarne, que no es ajeno a la ley de 1969, se mostró partidario de hacer del servicio militar “un sector básico de una idea más general del servicio social”, comprensivo tanto de los momentos de paz como de guerra, introduciendo abiertamente el concepto de movilización general selectiva (Un objetivo nacional, Dirosa, Barcelona, 1975, pg. 153).

(15) “La protección extraordinaria del Estado”, con García de Enterría, Predieri y otros: La Constitución española de 1978, Civitas, Madrid, 1981, pgs. 693-694.

(16) En contra de esta tesis, Baylos Grau, El derecho de huelga, pg.206.

(17) Op. cit., pg. 232.

(18) De esta noción deriva la “guerra total”, guerra en la que se involucra a todos los ciudadanos y en la que, por tanto, desaparecen las fronteras entre lo civil y lo militar; vid. M. y A. Mattelart: Comunicación e ideologías de la seguridad, Anagrama, Barcelona, 1978, pgs. 52-53.

(19) La defensa de la constitución, Labor, Barcelona, 1931, pg. 100.

(20) Son las mismas ideas expuestas por Díez-Alegria, quien también sostiene hoy que la guerra es total (Ejército y sociedad, Alianza, Madrid, 2ª Ed., 1973, pg. 65).

(21) Así la considera Robert Moss, para quien, además, en la guerra gana siempre el más poderoso, no el que tiene más derechos (El colapso de la democracia, Cosmos, Madrid, 1977, pg. 104).

(22) Díez-Alegría, ob. cit., pg. 44.

(23) Gobierno constitucional y democracia, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975, tomo 11, pg. 585.

(24) “Mas la guerra moderna no puede contentarse ya con un tan estrecho significado de la contribución que han de prestar los habitantes de un país cuando éste se vea atacado, el cual ha de movilizarse por completo para encauzar acertada y convenientemente, las actividades de cuantos en él residen y cuyo concurso general es tan imperativo que no se admite excepción de ningún género (V. Suances: La seguridad nacional y los servicios informativos, Lima, 1950, pg. 105).

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