lunes, 17 de agosto de 2009

AGUSTÍN RUEDA
Para que su recuerdo siempre nos acompañe


El martes 13 de marzo de 1978 será una fecha que quedará grabada para siempre en mi memoria y me gustaría pensar que también lo será para muchas personas amantes de la libertad.
Durante aquellos años, llamados de “transición democrática”, que siguieron tras la muerte del dictador Franco, en las cárceles se vivían momentos de luchas por conseguir cambios en un sistema penitenciario represor, en el que sistemáticamente se violaban los más elementales derechos fundamentales. Los motines, las huelgas de hambre, los cortes de venas, el tragarse objetos y demás formas de protesta. fueron el pan de cada día desde el año 1976 hasta el 1979.
Fue en ese período cuando detuvieron en Cataluña a Agustín Rueda Sierra, al que se le acusaba de haber pasado unos explosivos por la frontera franco-española. Se le trasladó a la prisión madrileña de Carabanchel.
Era un ANARQUISTA de profundas convicciones y que se desvivía por ayudar a los demás. Fue repudiado por la CNT, que como siempre aconteció en su historia, trató de desvincularse de aquellos que trataban de realizar algo más, y que ellos no controlaban. En la prisión de Carabanchel, Agustín se sumó rápidamente a la lucha llevada por la C.O.P.E.L., participando activamente en todas las iniciativas encaminadas a conseguir las reivindicaciones que se exigían al Estado.
El clima que en esos momentos se vivía en Carabanchel, era de un auténtico caos. Sin luz, con todas las instalaciones destruidas, y encima con gritos nocturnos fruto de las palizas que los carceleros indiscriminadamente propinaban, con el beneplácito del entonces Director General Jesús Hadad Blanco. En aquellos momentos no existían distinciones entre los presos, conviviendo en un mismo espacio anarquistas, etarras, grapos, los denominados presos comunes, y menores de edad provenientes del reformatorio que estaba siendo transformado; y todos ellos, sin distinciones, se consideraban presos sociales.
Con ese panorama de fondo, muchos presos intentaron fugarse, de forma individual o colectivamente, bien a través de los muros o de túneles excavados.
El día 13 de marzo de 1978, sobre las 10 de la mañana, los funcionarios encontraron un túnel realizado desde el comedor de la 7ª galería. Estaba vacío y su frustración fue grande al no encontrar a ningún preso en su interior. Rápidamente se corrió la voz de que habían encontrado un butrón, uno más. El ambiente estaba tenso, se palpaba que algo iba a ocurrir. Me acuerdo de que ese día hacía sol, pero pronto vendrían las tinieblas y la oscuridad.
No pasaría mucho tiempo, vivido en una tensa calma, hasta que desde los altavoces del centro empezaron a nombrar con intervalos de unos 30 minutos a un total de siete presos. Sus nombres eran: Felipe Romero Tejedor, Pedro García Peña, Juan Antonio Gómez Tovar, Miguel Ángel Melero, José Luís de la Vega, Alfredo Casal Ortega y Agustín Rueda Sierra. Todos ellos fueron conducidos en un primer momento a Jefatura de Servicios y a continuación llevados a los sótanos de la primera galería, donde se encontraba la “perra chica”, lugar abovedado y circular que había sido utilizado para ejecutar con el garrote vil, y que tenía cerca tres celdas grandes con barrotes en lugar de puertas, que solo habían sido utilizadas por los que esperaban ser “ajusticiados” en tiempos aún recientes del franquismo.
Uno a uno fueron torturados y machacados con una saña propia de perros rabiosos. Los ejecutores de esas torturas fueron los carceleros Julián Marcos Mínguez, Hermenegildo Pérez, Nemesio López, Alberto de Lara José Luís Rufo, José Manuel Flores, José Luís Esteban y Alfredo Luís Mallo. Todos ellos actuaron bajo la supervisión directa del director de la prisión de Carabanchel Eduardo Cantos, del sub-director Antonio Rubio y del jefe de servicios Luís Lirón Robles, que también participaron en las torturas.
Las torturas que se realizan en las prisiones son aún más crueles y salvajes que las que se podían realizar en cuarteles y comisarías, ya que nadie iba a ver tu cuerpo, por lo que todo valía, no importando en que parte del cuerpo fuera. Cuando acabaron conmigo. Me llevaron a rastras hasta una de las tres celdas que mencioné anteriormente y me tiraron a su interior. Allí se encontraban dos compañeros torturados y tirados en el suelo, Miguel Ángel Melero y Agustín Rueda Sierra.
Agustín se encontraba bastante mal, y apenas se podía mover, siendo incapaz de levantarse. Estábamos todos doloridos y escuchábamos quejidos y lamentos provenientes de las otras dos celdas.
Recuerdo que pedimos a gritos que viniera un médico, pero no obteníamos respuesta. Agustín tenía todo el cuerpo negro de los golpes recibidos. En un momento dado, que yo creo calcular que se correspondía con las dos de la tarde, me empezó a decir que no sentía los pies. Le empecé a realizar masajes para intentar reactivar la circulación sanguínea, pero era inútil, ya que cada vez la insensibilidad iba en aumento y poco a poco dejó de sentir las piernas. Sobre las tres y media, de rodillas para bajo no sentía nada.
Fue el momento en que llegaron los dos médicos de la prisión, llamados Barrigow y Casas, que entraron en la celda y a los que expliqué los síntomas que padecíamos. Sacaron unas agujas largas y empezaron a clavárselas a Agustín en los pies. No había reacción. Fueron clavándoselas cada vez más arriba y cuando llegaron un poco más arriba de las rodillas dio muestras de sentir los pinchazos. De rodillas hacia abajo no sentía absolutamente nada. Los sanguinarios médicos se incorporaron y uno de ellos le dio una patada en las costillas a Agustín, diciéndole: “Eso es de la humedad del túnel”. Y como vinieron se fueron, dejándonos en las condiciones en que estábamos. Media hora más tarde nos tiraron, a través de los barrotes de la celda, como el que tira cacahuetes a los primates, unas pastillas para el dolor, abandonándonos a nuestra suerte. Agustín fue consciente durante todo ese tiempo de su real situación. En las horas que pasaron me dijo en varias ocasiones que sabía que se estaba muriendo. Tenía mucha sed, por lo que constantemente procuraba darle de beber en su boca y le mojaba los labios constantemente.
Estuvimos hablando varias horas. A pesar de la crítica situación tuvo la entereza y ánimo envidiable, digno de admiración, pero poco a poco se iba apagando su vida. Sobre las 8 de la tarde ya no sentía nada en la totalidad de las piernas, a pesar de los masajes desesperados que le apliqué. Sin asistencia se estaba muriendo. En ese momento nos trajeron unas naranjas por cena. Agustín chupó los gajos pelados que le dí, en un intento de aplacar la tremenda sed que sentía. Yo me daba cuenta de que su vida se estaba apagando y él era consciente de ello, me lo decía. La impotencia que sentíamos es inenarrable. Nuestra frustración era total. Sobre las 10 de la noche ya apenas podía articular palabra, sentía mucho frío, su mirada cada vez estaba más y más perdida.
A eso de las diez y media de esa norte, bajaron dos desconocidos acompañados de funcionarios carceleros, abrieron nuestra celda y pusieron a Agustín dentro de unas mantas y se lo llevaron a rastras, como si de un objeto se tratase. Nuestras protestas no sirvieron de nada. Sólo nos dio tiempo a apretarnos las manos. Ambos sabíamos que no nos volveríamos a ver. Jamás olvidaré ese momento.
Los acontecimientos que a continuación se sucedieron y el rumbo que tomaron, en ese momento nadie se los podía imaginar. Quedábamos seis torturados en tres celdas, y ya sabíamos quienes éramos a pesar de no poder vernos. No sabíamos cuál iba a ser nuestro destino. Pasamos la noche con dolores y con incertidumbre. No sucedió nada y no volvieron a pegarnos. En esos momentos no sabíamos los acontecimientos que estaban desarrollándose en el exterior, y que fueron los siguientes.
A Agustín le trasladaron hasta el hospital penitenciario de Carabanchel, que se encontraba dentro del recinto carcelario. Allí acabó de morir esa misma noche.
Mientras éramos torturados, un preso marroquí que trabajaba como ordenanza en la oficina del jefe de servicios y que se dio cuenta de lo que nos estaba sucediendo, en un descuido de los carceleros y desde el despacho de dirección, cogió el teléfono y llamó a mi abogado para decirle lo que el creía que estaba pasando. Lo pudo hacer porque pensaban que era un preso de confianza, lo que no sabían es que era un preso que trabajaba para la C.O.P.E.L., y que pudimos infiltrarle en la dirección del centro. Mi abogado Willy Ghul Navarro cuando tuvo conocimiento de lo que estaba sucediendo acudió al juzgado de guardia de Madrid, donde relató que creía que varios presos estaban siendo torturados dentro de la prisión de Carabanchel.
El juez que estaba de guardia se llamaba Luís Lerga, que escuchó al abogado. Unas horas más tarde el director de la prisión Eduardo Cantos llamó al juzgado de guardia, (mismo juez), y le comunicó que había muerto un preso en el hospital penitenciario. El juez acudió al hospital y vio a Agustín cadáver. Al preguntar qué había pasado, el director le contestó que se había caído por las escaleras. El juez se enfadó y le contestó que eso era imposible, que tenía todo el cuerpo negro, y eso sólo podía ser de una paliza grandísima, ya que eran visibles las marcas de las porras por todo el cuerpo. Entonces el director cambió la versión y le dijo que al intentar registrarle sacó un cuchillo e intentó matar a un funcionario y hubo que reducirle. Entonces el juez le dijo: «¿y dónde están los otros presos que ustedes han torturado?, quiero verlos inmediatamente».
En la mañana del día 14, el juez bajó a vernos a las celdas y vio nuestro estado. Nos comunicó que Agustín había fallecido, ordenó que nos hicieran un reconocimiento médico exhaustivo para enviar al juzgado, y nos prometió que en un plazo de 48 horas a todos aquellos que ordenaron y ejecutaron las torturas les enviaría a prisión.
Esa noche aún dormimos en esas celdas. Sobre las 11 de la noche empezarnos a oír voces lejanas y carreras de un lado a otro que anunciaba que algo iba a pasar. No nos equivocamos. Media hora más tarde apareció para visitarnos el director general de prisiones Jesús Haddad. Quiso hablarnos por separado, a lo que nos negarnos, por lo cual dio orden de juntarnos a los seis en la celda que Melero y yo ocupábamos. Nos quiso hacer creer que era ignorante de que las torturas eran práctica habitual entre sus subordinados carceleros. Nos quiso ofrecer a cambio de nuestro silencio lo que quisiéramos, (condicionales, permisos). Tan sólo le exigimos que nos sacaran de esas celdas y nos regresaran a nuestra galería junto a nuestros compañeros. A pesar de las reticencias del personal que le acompañaba, acabó accediendo. Por la mañana nos trasladaron a nuestra galería, la séptima.
Cinco días más tarde (los GRAPO) ajusticiaron al director general de prisiones, a tiros, cuando salía de su casa. Todos los torturadores ingresaron en prisión, como nos dijo el Juez. Allí estuvieron mientras el proceso estuvo en manos de ese juez de instrucción. Cuando el sumario pasó a la Audiencia para juzgamiento, el nuevo juez les puso en libertad. El juicio tardó en salir diez años.
Todos los torturadores y asesinos fueron condenados. En total 13 torturadores. Director, Subdirector, Jefe de servicios, ocho funcionarios y los dos médicos. Las penas fueron de los ocho a los doce años.
Espero que este breve relato de lo que pasó contribuya para recordar quién era v lo que pasó, para que AGUSTÍN RUEDA SIERRA esté siempre en nuestra memoria. La de él y la de todos aquellos que dieron su vida por luchar por la libertad. Hasta siempre AGUSTÍN.

Alfredo Casal Ortega
Recogido del boletín ARMIARMA
voz del grupo anarquista de Gasteiz. nº 5, julio de 2009

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