Juan Manuel Olarieta Alberdi
Ni ellos mismos –los grandes financieros internacionales- son ya capaces de disimular la profundidad de la crisis: “bailemos mientras suene la música”, dijo hace un mes el director de una de las mayores multinacionales bancarias del mundo. No es que la canción se acabe sino que ni siquiera al MP3 le quedan baterías. Mientras tanto, los economistas buscan las “causas” de la crisis, como si no les bastara con las consecuencias.
Pero esta crisis no tiene “causas”, ni una sola de ellas, porque el capitalismo es la crisis, es decir, porque no se entiende el capitalismo sin crisis económica. Sin embargo, creo que ni siquiera es suficientemente claro sostener eso sin afirmar, al mismo tiempo, que estamos en la última fase del capitalismo, la fase imperialista y, por consiguiente, que se trata de una crisis del imperialismo.
Ahora bien, el imperialismo es, según Lenin, la crisis general del capitalismo, es decir, un capitalismo en crisis permanente, un capitalismo que ha hecho de la crisis su forma natural de existencia y, por lo tanto, no puede salir de ella sin dejar de ser tal modo de producción. De ahí que buscar las “causas” de la crisis resulte una pérdida de tiempo; los que se empeñan en esa tarea querrán referirse, en todo caso, al detonante inmediato de ella, pero cuando hay un detonante es porque al lado hay también una sustancia explosiva.
Al mismo tiempo, hablar de crisis “general” del capitalismo significa dejar bien sentado que no se trata de una crisis “cíclica” porque los ciclos económicos pertenecen al siglo XIX. Por el contrario, bajo el imperialismo, es decir, desde hace un siglo, no han existido ciclos económicos sino un hundimiento estrepitoso del modo de producción que ha conducido ya a dos guerras de alcance mundial. Los que conocen la historia de la economía capitalista saben que no existió ninguna clase de política económica capaz de superar la bancarrota de 1929: ni New Deal, ni plan Dawes, ni nada diferente del rearme y la guerra mundial. Como deberíamos saber, la guerra es la continuación de la política por otros medios, o lo que es lo mismo, la verdadera política económica anticrisis fue la guerra de 1939-1945. La etapa de “auge” económico de la posguerra costó 50 millones de muertos y la destrucción de un continente para sólo 20 años de efímera prosperidad en un reducido puñado de países (Estados Unidos, Europa, Japón y Australia).
Si a eso le llaman un “ciclo de auge económico”, entonces rectificaré mi criterio y diré que, efectivamente, caben pequeñas etapas de alivio dentro de la crisis general del capitalismo; pero insistiré en que para esos pequeños alivios el capitalismo necesita masacres masivas, o sea, que sólo se aliviarán los supervivientes.
Concretar en el imperialismo como fase última del capitalismo las manifiestaciones de la crisis es importante por dos motivos adicionales. Primero porque ayuda a desembarazarse del equívoco de contraponer el capital bancario especulativo, causa del desastre, al capital industrial, la economía “real” damnificada por el anterior: bajo el imperialismo no hay más que un único capital financiero que es la estrecha unidad del capital bancario y el capital industrial. Segundo, porque la noción de imperialismo atrae a las controversias económicas su necesario componente político, del que muy poco se habla. Al hablar de la crisis económica es imprescindible poner de manifiesto la crisis política que la acompaña, por más que la encubran con la balsa de aceite de la normalidad, la desmovilización y el circo electoral permanente. Es la calma que precede a la tormenta, la falsa tranquilidad, la inercia de la rutina y, sobre todo, la absoluta ignorancia de las experiencias del pasado, el secuestro de la memoria histórica que nos anestesia. Lo voy a expresar con las palabras de Strauss-Kahn, quien en su condición de presidente del FMI y viejo monaguillo de las finanzas francesas, conoce muy bien estos fenómenos: “La crisis empujará a millones de personas a la pobreza y el desempleo, aumentando los riesgos de desórdenes sociales e incluso guerras [...] Todo esto afectará dramáticamente al desempleo, y éste, en muchos países, provocará desórdenes sociales, peligros para la democracia y en algunos casos podría también culminar en guerras”.
Hay que dar la razón a los buitres carroñeros de las finanzas. El relevo de Solbes al frente del hiperministerio de economía ha sido un pálido reflejo de la impotencia de los monaguillos ante la bancarrota. Solbes estaba resignado y había manifestado públicamente que “todo lo que se podía hacer contra al crisis ya se había hecho”. Sólo cabía sentarse y esperar.
Las comparaciones son odiosas pero clarifican algunos detalles. Los viejos sindicalistas quizá se acuerden de los Pactos de la Moncloa de 1977... si tuvieron la paciencia de leérselos; los más viejos quizá recuerden incluso el viejo plan de Estabilización de 1959. Ambos planes demuestran que en los viejos tiempos del capitalismo aún existía eso que se llamaba “política económica”. Por el contrario, hoy sólo les sirve rezar. Ya no hay política industrial, ya no hay política aduanera, ya no hay política monetaria, ya no hay política fiscal, ya no hay nada de nada. Ni siquiera hablan de planes de ninguna clase porque no ven futuro porningún lado. No tienen nada que hacer más que echarse a llorar y lamentarse del euro, de los acuerdos de Maastrich, del Banco Europeo, la flamante Unión Europea, el FMI y demás desaguisados. No hay más que comprobar las ruedas de prensa con las que anuncian a bombo y platillo sus “medidas” económicas para tapar el vacío, para aparentar que aún queda algo por hacer, además de rezar y llorar.
Más dura será la caída cuanto más tarde en reventar: eso es lo que diferencia a esta crisis de la de 1929. Ahora se lamentan de la especulación bancaria, de las malas prácticas especulativas, de las burbujas, etc., pero ha sido eso –y no otra cosa- lo que ha estado tapando la crisis durante tres décadas. Tuvieron que llenar al enfermo de pastillas para que pareciera sano, mientras preparaban su testamento ante el notario. Como ellos mismos han reconocido, ni siquiera ganaron tiempo ocultando el desplome inminente por los motivos que ya he expuesto: porque no podían hacer otra cosa que retrasarla. La ingeniería especulativa infló unas cifras que ya eran alarmantes hace mucho tiempo. Ahora ya no se trata sólo de malos datos sino de datos negativos, de números rojos. Toda la economía capitalista está profundamente endeudada, empezando por la joya de la corona, Estados Unidos: déficit privado, déficit público y déficit exterior. No sólo no hay un céntimo sino que hay deudas que nadie puede pagar: ni los países, ni las empresas, ni los trabajadores. Tienen problemas los acreedores, que no pueden cobrar, y tienen problemas los deudores, que no tienen con qué pagar. Para sacar dinero de algún sitio, entre las grandes potencias capitalistas hay un interés renovado por meter la mano en la caja de los paraísos fiscales, incluida Suiza, cuya tradicional neutralidad peligra.
Para ser más exacto diré que, en realidad, sí es posible una salida: que cada país descargue su crisis sobre su vecino, es decir, la competencia, la rivalidad que es consustancial al capitalismo. Alguno podrá tener una crisis más soportable a costa de que otro la tenga redoblada. Es lo que se observa en las últimas reuniones internacionales, otro de los símbolos de la impotencia frente a la avalancha. En noviembre del pasado año el G-20 suscribió un acuerdo por el cual los países firmantes se comprometían a evitar medidas proteccionistas. A la vuelta de la esquina 17 de ellos adoptaron medidas comerciales restrictivas a expensas de los demás. El 6 de febrero el Secretario del Tesoro de Estados Unidos acusó a China de manipular el yuan: “Creciente preocupación en la comunidad internacional por una posible guerra comercial entre Estados Unidos y China”, titularon los periódicos especializados. China respondió afirmando que no toleraría la intervención de Estados Unidos en sus decisiones sobre el tipo de cambio de su moneda. El 11 de marzo el Banco Nacional de Suiza devaluó el franco. Es la primera vez que un banco central adopta una medida de esas características desde que Japón hizo lo propio en 2004: "Esta medida es el inicio de guerras monetarias", dijo un directivo del banco ING.
Sólo queda añadir que las guerras monetarias siempre han sido la antesala de las guerras. Estamos ante una nueva fase de “apogeo” capitalista.
¿A cuántos asesinarán esta vez?
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