EL ORIGEN DEL CRISTIANISMO... O TODO LO QUE DIO DE SÍ LA CANITA AL AIRE DE MARÍA
Las religiones no se caracterizan por tener un discurso más o menos lógico o coherente. Y el cristianismo, en este sentido, no es una excepción. Más bien al contrario: ha alcanzado las más extraordinarias cotas del absurdo. Que si el mundo lo creó el altísimo en seis días, que si el misterio de la santísima trinidad (perfecto ejemplo de sofística teológica que no lo entiende ni el iluminado que lo inventó), que si la “virgen María sin pecado concebida”... en fin, que si nos ponemos a señalar ejemplos, no acabamos ni para el día de la peregrinación al valle de Josafat* con esta maravillosa antología del disparate que es el cristianismo.
Pero vamos a centrarnos en la “virginal” concepción de María, pues resulta muy interesante analizarla y pudiera ocurrir que, finalmente, nos encontráramos con que el origen del cristianismo estuviera en la canita al aire que esta señora se permitió echar hace algo más de 2000 años y, más concretamente, en la coartada con que pretendió ocultarla.
Puede parecer una afirmación muy atrevida, a la par que de lo más sacrílega y herética. No obstante, tiene infinitamente más visos de verosimilitud que los cientos de fábulas de que están plagadas las llamadas sagradas escrituras.
Sucede que don José, esforzado carpintero israelita o palestino (entonces, aún no había sido constituida la actual entidad sionista), no llegó, por lo que sabemos, a hacer uso carnal de su matrimonio con doña María. Los motivos de esta abstinencia amatoria se ignoran. Tal vez José padeciera algún tipo de disfunción eréctil, quizá una inapetencia producida por el estrés debido a un exceso de trabajo, problemas con la hipoteca... o, simplemente, que la bendita María tuviera el mismo atractivo sexual que el fenecido Jiménez del Oso o, en su caso, que los orcos de las novelas de Tolkien. No lo sabemos.
Sucede que don José, esforzado carpintero israelita o palestino (entonces, aún no había sido constituida la actual entidad sionista), no llegó, por lo que sabemos, a hacer uso carnal de su matrimonio con doña María. Los motivos de esta abstinencia amatoria se ignoran. Tal vez José padeciera algún tipo de disfunción eréctil, quizá una inapetencia producida por el estrés debido a un exceso de trabajo, problemas con la hipoteca... o, simplemente, que la bendita María tuviera el mismo atractivo sexual que el fenecido Jiménez del Oso o, en su caso, que los orcos de las novelas de Tolkien. No lo sabemos.
La cuestión es que José, después de un duro día de trabajo, llegó una noche a casa y se encontró con las desconcertante noticia de que María estaba encinta. Ésta no podía ocultar por más tiempo su estado de buena esperanza, habida cuenta de que el bombo había adquirido unas proporciones muy considerables y la excusa de la acumulación de gases o los excesos con la bollería en la última pascua judía ya no se sostenían, por lo que María se vio obligada a revelar la verdad.
La primera reacción de José -que, por otra parte, era hombre de no muchas luces, por no decir que era más tonto que una mata de habas- fue de estupefacción, de no entender muy bien de qué le estaban hablando, cosa que le ocurría muy a menudo, pues ya digo que de cerebro andaba escasito; apenas le daba para lo que son las funciones fisiológicas básicas (control de esfínteres, comer, dormir...) y para los conocimientos que requería en su oficio de carpintero. Más allá de esto, se le gripaban los neurotransmisores con una facilidad pasmosa.
Finalmente, sin embargo, reaccionó. Aunque no era muy ducho en biología, había oído decir que para que una mujer pudiera quedar encinta hacían falta una serie de condiciones. Y, hasta donde podía recordar, esas “condiciones” no se habían dado en su matrimonio, el cual, como ya he dicho, se mantenía en los más estrictos límites del celibato. Lo suyo con María no sabemos si era amor platónico o aristotélico. Pero el intercambio de fluidos quedaba excluido de la relación.
Desde esta profunda reflexión, José le espetó a María que cómo era eso de que se había quedado embarazada. Y María, que se las sabía todas, y, además, contaba con las escasas dotes de su marido para la física cuántica, había tenido tiempo de idear una respuesta... una respuesta de lo más estrafalaria, pero que, a la postre, se mostró muy efectiva, pues Pepito se la comió con patatas o se la quiso comer. Y no sólo eso, sino que con esta trola se inició una especie de reacción en cadena o efecto mariposa que ha tenido como resultado un par de milenios de oscurantismo, superstición, inquisiciones y alguna que otra cruzada. De aquellos polvos, y nunca mejor dicho, vienen estos lodos. Y aún continuamos en el lodazal.
Desde esta profunda reflexión, José le espetó a María que cómo era eso de que se había quedado embarazada. Y María, que se las sabía todas, y, además, contaba con las escasas dotes de su marido para la física cuántica, había tenido tiempo de idear una respuesta... una respuesta de lo más estrafalaria, pero que, a la postre, se mostró muy efectiva, pues Pepito se la comió con patatas o se la quiso comer. Y no sólo eso, sino que con esta trola se inició una especie de reacción en cadena o efecto mariposa que ha tenido como resultado un par de milenios de oscurantismo, superstición, inquisiciones y alguna que otra cruzada. De aquellos polvos, y nunca mejor dicho, vienen estos lodos. Y aún continuamos en el lodazal.
No son pocos los que, todavía hoy día, acuden domingos y fiestas de guardar a las parroquias a escuchar los relatos más disparatados y los discursos más delirantes. Lo que viene a poner de manifiesto hasta qué punto, pese a todos los avances científicos, tecnológicos, culturales, etc. que se han producido, continuamos en la prehistoria o, cuando menos, en el medievo.
Pero a lo que vamos: ¿cuál es la estrafalaria explicación que le dio María a José sobre su embarazo? Le habló del espíritu santo, que llevaban viéndose algún tiempo, que habían tenido varios encuentros a horas intempestivas y que, a consecuencia de ello, se produjo la fecundación. Y José, que aunque era un poco tardo tenía su orgullo, muy airado, le espetó que qué se creía ese espíritu santo para andar visitando a su esposa a deshoras. María le calmó, explicándole, o intentándolo al menos, el misterio de la santísima trinidad; es decir, que el espíritu santo era en realidad el propio dios, bajo otra forma, y que, por lo tanto, su embarazo era una bendición (no sabía nada la Mari... cómo le daba la vuelta a la tortilla...). A José comenzó a guiñársele el ojo izquierdo ante tan complejos conceptos. Y al borde estuvo de la embolia cuando María insistió con la santísima trinidad y le dijo que no sólo el espíritu santo era una manifestación de dios, sino que la criatura que crecía en sus entrañas también lo era, por lo que el hijo y el padre serían la misma persona; el espíritu santo, además, continuó explicando María, llevando a José a un estado en que comenzó a sufrir violentas convulsiones que amenazaban con desembocar en un fallo multiorgánico, se le solía presentar bajo la forma de una paloma, con lo que ya entrábamos en el escabroso y peliagudo terreno de la zoofilia, avícola o aviar en este caso... Bueno, el trinitario misterio que lo explique ex-juventudes hitlerianas Ratzinger, que para eso tiene línea directa con el creador; aunque le doy mil duros de los de antes si es capaz de arrojar algo de luz sobre el asunto.
José, sumido en la más absoluta confusión (más de la que en él era habitual) y recuperándose a duras penas del shock que acababa de sufrir, terminó por dar por buena la historia que contaba su virginal y ahora divina esposa, si bien lo hizo con ciertas reticencias, pues en el fondo sabía que aquel cuento no había por dónde cogerlo. Pero, por aquellas fechas, la ley de divorcio aún se encontraba en trámite parlamentario, así que le tocaba apechugar con la situación, por lo que, a modo de mecanismo de defensa, optó por eso que los psicoanalistas llaman sublimación, que, traducido al lenguaje corriente, viene a significar algo así como “tragársela doblada” o “envainársela”.
Evidentemente, el susodicho espíritu santo poco tenía de espíritu y aún menos de santo; era bastante terrenal y le tenía cierta afición a eso de cortejar a las señoras feliz o infelizmente casadas. En cuanto a cómo comenzó su secreta aventura amorosa con María, cómo llegaron a conocerse... es algo que ignoramos. Quizá coincidieron en alguna sinagoga, en el bazar de Belén o tal vez nuestro pretendido espíritu santo fuera algo así como un fontanero o butanero de la época que acudió a casa de María por algún motivo, surgiendo entonces el flechazo. Todo esto lo desconocemos. Pero lo que es seguro es que este hebraico don juan no fue ningún enviado del señor y que le tiraba más la libido que la mística. De eso no cabe ninguna duda.
El problema de mentiras como ésta que le contó María a José es que, una vez dichas y asumidas como ciertas por las partes, hay que mantenerlas a toda costa, a cualquier precio. Ya no cabe marcha atrás. Sólo cabe alimentarlas más y más, como así fue.
Nació la criatura. Y nos podemos imaginar qué tipo de infancia hubo de padecer, las irreversibles secuelas que dejó en su frágil mente.
Las madres, y sobre todo las abuelas, tienen costumbre de decirle todo tipo de cosas bonitas a sus hijos o nietos. Que si qué guapo eres, aunque el rapaz tenga la misma cara que un bonobo del río Congo; que si qué listo eres, aunque tenga menos luces que un chopo... A Jesús también le decían todas estas cosas. Hasta ahí todo normal. El problema se presentaba cuando le venían con la historia de que era nada más y nada menos que el hijo de dios; y aun más: que, según el trinitario misterio, del que ya hemos hablado, era dios mismo. Y, claro, Jesusín tenía que creérselo (¿qué madre mentiría a su hijo, y más en materia de encarnación divina?); e iba al colegio con sus 8 ó 9 años y, cuando la profe preguntaba a los niños que qué querían ser de mayores, todos respondían: bombero, futbolista, ingeniero de minas y caminos, sexador de pollos... Jesús, sin embargo, adoptaba una pose muy solemne y contestaba a la profe: “mire, seño, es que yo soy la encarnación del altísimo y de mayor me voy a dedicar a predicar Su-Mi palabra, Su-Mi mensaje de paz y amor universales...” En estas ocasiones, se repetía invariablemente la misma escena: la seño le cruzaba la cara de dos ostias sin consagrar al pobre Jesús (considerarse la encarnación de dios era una intolerable afrenta a la ley mosaica) y le mandaba al despacho del rabino del colegio, el cual, después de darle otro buen par de ostias, le sermoneaba sobre cuál debía ser el comportamiento del buen judío, aunque, en el fondo, sabía que aquel chico era un caso irremediablemente perdido (un producto clásico de familia disfuncional); tiempo atrás ya había vaticinado que acabaría mal.
Las madres, y sobre todo las abuelas, tienen costumbre de decirle todo tipo de cosas bonitas a sus hijos o nietos. Que si qué guapo eres, aunque el rapaz tenga la misma cara que un bonobo del río Congo; que si qué listo eres, aunque tenga menos luces que un chopo... A Jesús también le decían todas estas cosas. Hasta ahí todo normal. El problema se presentaba cuando le venían con la historia de que era nada más y nada menos que el hijo de dios; y aun más: que, según el trinitario misterio, del que ya hemos hablado, era dios mismo. Y, claro, Jesusín tenía que creérselo (¿qué madre mentiría a su hijo, y más en materia de encarnación divina?); e iba al colegio con sus 8 ó 9 años y, cuando la profe preguntaba a los niños que qué querían ser de mayores, todos respondían: bombero, futbolista, ingeniero de minas y caminos, sexador de pollos... Jesús, sin embargo, adoptaba una pose muy solemne y contestaba a la profe: “mire, seño, es que yo soy la encarnación del altísimo y de mayor me voy a dedicar a predicar Su-Mi palabra, Su-Mi mensaje de paz y amor universales...” En estas ocasiones, se repetía invariablemente la misma escena: la seño le cruzaba la cara de dos ostias sin consagrar al pobre Jesús (considerarse la encarnación de dios era una intolerable afrenta a la ley mosaica) y le mandaba al despacho del rabino del colegio, el cual, después de darle otro buen par de ostias, le sermoneaba sobre cuál debía ser el comportamiento del buen judío, aunque, en el fondo, sabía que aquel chico era un caso irremediablemente perdido (un producto clásico de familia disfuncional); tiempo atrás ya había vaticinado que acabaría mal.
Y así fue la infancia y la adolescencia de Jesús. Era el rarito del colegio; en el instituto, no fueron mejor las cosas: en los partidos de fútbol del recreo siempre le elegían el último y sólo le dejaban jugar a condición de que lo hiciera de portero, para que se llevara los pelotazos; no le invitaban a los cumpleaños por pesao, puesto que aprovechaba cualquier ocasión para soltar el “sermón de la montaña”... Una auténtica tragedia, lo que provocó que Jesús se reafirmara aún más en su convicción de que le había sido encomendada una misión divina y considerara todas aquellas humillaciones, todos aquellos padecimientos como parte del sacrificio que debía soportar en el camino hacia la salvación de la humanidad.
Con el tiempo, adquirió ciertas habilidades oratorias y también un cierto carisma (el loco carismático es un clásico de la psiquiatría). Y, como en aquellos entonces no faltaban infelices deseosos de convertirse en adeptos de alguna secta redentora, en discípulos de algún mesías (existían algunas similitudes con lo que en el siglo XX fue el movimiento hippy, aunque sin Janis Joplin), no pasó mucho tiempo antes de que Jesús contara con un número de fieles relativamente importante. El resto de la historia ya la conocemos. Aún la seguimos padeciendo en pleno siglo XXI. Dos mil y pico años median entre la infidelidad de María, y Rouco Varela o Ratzinger, pasando por los pirómanos de la Biblioteca de Alejandría, Torquemada, Franco y otros promotores de la paz y el amor cristianos. Ya está bien...
*Lugar en el que, según la Biblia, se producirá el famoso juicio final.
Francisco Javier García Victoria
Expreso político comunista
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