Curiosidades
de la historia obrera
Carlos
Marx defensor de la cerveza
No
hace tantos años, la Semana Santa era una tortura (añadida) para el
pueblo. Todo estaba prohibido. Todo pequeño placer, curiosidad o
entretenimiento popular.
Un
lector, Che, nos ha enviado el escaneo de esta preciosa anécdota de
la lucha obrera y popular. De las prohibiciones de los pequeñitísimos
placeres que se podía permitir (ahora, ayer y siempre) una parte
importante del proletariado y la clase obrera.
Pues
hasta les prohibieron tomarse una cerveza los domingos...
Y
en esa revuelta popular del “Iros a la iglesia!”, ahí le anduvo
el barbudo comunista exaltado (como otro medio millón de obreros)
contra tan aberrante prohibición.
Fuente:
H.M. ENZENSBERGER. Conversaciones con Marx y Engels. Editorial:
crónicas anagrama
Crónica
escrita por Wilhelm Liebknecht*. AÑO 1850/62.
“Nuestros
viajes a Hampstead Heath! Aunque llegara a cumplir mil años, no los
olvidaría. Los páramos de Hampstead, más
allá de Primrose Hill, y al igual que éste
conocidos también fuera de Londres gracias a la obra Pickwick
Papers de Dickens, todavía continúan
siendo hoy en día un páramo, esto es, un terreno de suaves colinas
incultas, cubiertas de retama y pequeñas arboledas, con montañas y
valles en miniatura, donde cualquier persona puede pasear libremente,
sin temor a incurrir en trespassing,
esto es: invadir terrenos de propiedad
ajena, con el subsiguiente peligro de ser detenido y multado por un
guardián de la sagrada propiedad. Todavía
ahora, Hampstead Heath sigue siendo el
destino de numerosas excursiones, y los domingos soleados todo
aparece negro de excursionistas masculinos y multicolor de
excursionistas femeninas. Estas últimas tienen predilección por
poner a prueba la paciencia de los tan pacíficos
caballos y asnos de alquiler.
Hace
cuarenta años, sin embargo, Hampstead
Heath tenía todavía una extensión mucho mayor y un aspecto y una
vegetación mucho más
naturales. Un domingo en Hampstead Heath era para nosotros la máxima
diversión. Durante toda la semana, los niños no hacían más que
hablar de la excursión, pero también los
mayores nos preparábamos para ella. El viaje mismo ya constituía
una verdadera fiesta.
Las chiquillas caminaban muy bien, hábiles
e incansables como los felinos.
Desde
Dean Street, donde vivían los Marx -a pocos pasos de Church Street,
donde yo había echado el ancla-
se necesitaban al menos hora y cuarto para llegar a destino, y por lo
general partíamos
hacia las once de la mañana.
Ahora bien, en muchas ocasiones se hacía tarde, pues en Londres no
hay costumbre de madrugar, y hasta que todo estaba dispuesto, los
niños arreglados y la cesta bien provista, siempre transcurría
bastante tiempo.
¡Ay,
aquella cesta! Se encuentra, más bien pende, tan vivamente, tan
materialmente, tan atractiva y tan apetitosa ante mis «ojos
mentales», como si ayer mismo la hubiera visto por última vez en el
brazo de Lenchen. Aquella cesta era nuestro almacén de víveres, y
cuando uno tiene un estómago sano y fuerte y a menudo le falta el
suficiente dinero suelto (en aquella época no pasaban por nuestras
manos los billetes grandes), la cuestión alimenticia desempeña un
papel preponderante. Y esto lo sabía muy bien la buena de Lenchen,
que encerraba en su pecho un corazón compasivo para con nosotros,
huéspedes a menudo hambrientos. Un enorme asado de ternera era el
tradicional plato fuerte para los domingos de Hampstead Heath. Una
cesta de mano de dimensiones desacostumbradas en Londres, y que
Lenchen había podido salvar en Tréveris, servía a la santa mujer
de lugar de conservación, y en cierto modo de tabernáculo. Contenía
también té y azúcar, y en ocasiones algo de fruta. El pan y el
queso podían adquirirse en el Heath, donde a semejanza de las
terrazas de los cafés de Berlín
podía y puede uno conseguir vajilla y agua caliente con leche, así
como pan, queso, mantequilla y cerveza además de los shrimps
(camarones), watercresses (berros de agua) y periwinkles (caracoles
marinos) usuales en aquel lugar. Y también cerveza, con excepción
del breve tiempo en que la hipócrita sociedad aristocrática, que en
casa y en sus clubs almacena todos los licores imaginables del mundo,
para el cual cualquier día es un domingo o festivo, quiso enseñar
moral y buenas costumbres al pueblo llano, prohibiendo la venta de
cerveza los domingos. Ahora bien, el pueblo de Londres no admite
bromas que signifiquen un atentado a su estómago; y así, al domingo
siguiente de dicha ley, centenares de miles de personas peregrinaron
a Hydepark, donde gritaron a pleno pulmón un irónico Go
to church! a los piadosos aristócratas
que por allí paseaban a caballo o en coche, de modo que aquellos
virtuosos caballeros y virtuosas damas quedaron amedrentados.
Al
domingo siguiente ese cuarto de millón
se convirtió en medio millón, y el Go
to church! sonó todavía con mayor
potencia y tono amenazante. Al tercer domingo quedó derogado el
decreto.
Nosotros
los refugiados colaboramos todo lo que pudimos con aquella
«revolución» del Go to church! y
Marx, que en tales ocasiones se podía excitar con facilidad, casi
fue arrastrado por un agente de policía y conducido ante el juez,
pero por fin tuvo éxito un cálido llamamiento a la sed de cerveza
del bravo defensor del orden".
*Wilhelm
Liebknecht: político revolucionario socialista, amigo de
Marx, cursó filósofo, filólogo y teólogo. Padre de Karl y
Theodor.
Dibujo de un grupo de esclavos: "¿sin latigazos, dices? Joder, Paco, ya estás con tus putas utopías... ¿Y cómo vamos a trabajar entonces?. Eso sería el caos!. Es muy radical, Tío. Olvídalo". |
Humor:
No,
ha habido, hay y habrá obrerxs que nunca se han tragao el cuento.
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