lunes, 29 de octubre de 2007

HISTORIA: represión fascista hasta el exterminio


Agosto de 1936: La sangre de miles de 'rojos' inundó la Plaza de Toros de Badajoz

((Resumen del artículo de investigación de Alfredo Disfeito, Andreu García Ribera y Federico Pérez-Galdós publicado en el periódico EL OTRO PAÍS))

La matanza de “rojos” en la Plaza de Toros de Badajoz entre el 14 y el 15 de agosto de 1936, está en la historia como una auténtica pesadilla: miles de republicanos, comunistas, anarquistas, socia1istas y demócratas, mujeres, hombres y niños, eran 'lidiados' como reses y rematados con el fuego de las ametralladoras emplazadas en el tendido; regulares y falangistas ávidos de sangre dieron satisfacción a su barbarie, mientras para el macabro festín invitaban a señoras falangistas y a los terratenientes de siempre.
En 2002, el Gobierno “socialista” extremeño derribó la Plaza de Toros, auténtico monumento a la dignidad. Dijeron que por “exigencia” del PP, 'sucio-socio' suyo en el parlamento, impidiendo además todo homenaje a los víctimas de tanta atrocidad. Esos “demócratas”, herederos de los asesinos, engrosan las filas no sólo del Partido Popu1ar, sino también del PSOE.
Conocer tan sangrientos acontecimientos ayudará a entender la situación actual de cómo quedó la izquierda revolucionaria española, exterminada entre matanzas, cárcel y exilio.
A raíz de las pri­meras elecciones generales y de otros sucesos democráticos del fi­nal de los setenta, muchos republi­canos, anarquistas, comunistas, socialistas y demócratas extremeños recibían amenazas escritas y tele­fónicas, sentenciándoles a muerte, con afirmaciones del siguiente tipo: “La Plaza de Toros de Badajoz no se llenó de rojos la otra vez: esta vez la llenaremos; si en 1936 acabamos con los rojos como merecían en una plaza, ahora acabaremos con todos en las dos”. Se referían a la nueva plaza de toros inaugurada a finales de los cincuenta.
El recuer­do de los acontecimientos que cul­minaron en la vieja Plaza de Toros de Badajoz pone los pelos de pun­ta a quienes los conocen; durante años, los hechos fueron premedita­damente silenciados por el fran­quismo. Sólo se hablaba de ellos en círculos reducidos con mucha cau­tela. La primera carnicería de la Guerra Civil la produjeron los nacionales en Extremadura; pue­blos enteros son masacrados; an­cianos mujeres y niños iban al ma­tadero como seres peligrosos.
Las atrocidades cometidas por los fascistas son incontables. Los historiadores se­ñalan los acontecimientos con gran ligereza. Para Hugh Thomas, que escribió un libro sobre la Guerra 20 años después, la cifra de los muertos en la Plaza de Toros de Badajoz “no llegó a dos mil”. Tho­mas escribió el trabajo apoyándose en fuentes franquistas. Herbert South­worth señala que “la realidad de las matanzas de Badajoz ha sido siem­pre evidente”. Mario Neves escribía, en el Diario de Lisboa que “Acabo de ser testigo de auténticas escenas de desolación y horror, de las que no me olvidaré mientras viva; cer­ca de los establos aún pueden ver­se muchos cuerpos yaciendo, como resultado de la implacable justi­cia militar; en las avenidas prin­cipales, una no muy larga mirada, muestra otra larga hilera de ca­dáveres insepultos allí tirados; los legionarios extranjeros y la tropa mora, encargados de las ejecucio­nes, quieren los cuerpos en las ca­lles para que sirva de ejemplo, consiguiendo los efectos deseados”.

“NO PODEMOS DEJAR ROJOS DETRÁS”

Jacques Maritain, filósofo cris­tiano, protestó contra “los crímenes de muchísimos hombres, mujeres y niños”; mientras James Cleugh, sim­patizante fascista rebelde, es­cribió que “sólo en la Plaza de To­ros hubo más de 3.000 ejecuciones”. Pero la confirmación de los horrorosos sucesos la daba el propio teniente coronel Juan Yagüe Blanco (murió en 1952), en una entrevista para New York Herald Tribune, realizada por

John Whitaker:“naturalmente que hemos matado en Badajoz ¿Qué suponía usted, que iba a llevar a esos 6.000 prisioneros rojos en mis columnas teniendo que avanzar contra reloj sobre Toledo, o que los iba a dejar en la retaguardia para que Badajoz fuera rojo otra vez?”
Aunque las matanzas en Extre­madura se repitieron en cada pue­blo y cada aldea. Alfon­so González Bermejo dice que “la gente no quiere hablar por el pá­nico que tienen todavía en el cuer­po, 70 años después. Aquella fue la mayor salvajada del mundo. En Extremadura murieron más de 50.000 personas. Legionarios y moros violaban a mujeres y niñas, castraban a hombres y, sin escrúpulo, se ponían los testículos en la boca como trofeos. La sangre corría por las calles como el agua”.
En agosto de 1936, Badajoz te­nía 40.000 habitantes; 3.000 mi­licianos sin preparación militar y 500 soldados, que debían hacer frente a los 3.000 mercenarios de las columnas que mandaba el teniente coronel Juan Yagüe Blanco.

CARNICERIAS HUMANAS

La aviación alemana e italiana bombardeaba, con los Ju-52, despegando de aeródromos portugue­ses, mientras que parte de las tropas moras entraban ya en Badajoz atravesando la frontera, sorpren­diendo a los republicanos por la espalda. El 11 de agosto, la columna que dirigía Tella cortó el ferrocarril y la carretera Madrid-Badajoz des­pués de apoderarse de Mérida. De­cía Jorge Mora, quien se exilió en Francia donde vivió hasta los ochenta, que Mérida “resistió la invasión de moros y legionarios durante unas 30 horas, mientras que algunas mujeres, niños y personas mayores sin arma alguna, se refugiaron en las ruinas del teatro Romano. Cuando los moros y le­gionarios de Tella logran entrar, cortaron el cuello a la mayoría de los que estaban dentro de los ruinas. Muchos fueron colgados y permanecieron varios días expuestos al sol. A las niñas las violaban antes de matarlas metiéndolas las bayone­tas por la vagina, abriéndolas en canal. Uno de los más notables asesinos fue el falan­gista José Luna Meléndez, que lue­go llegaría a las cimas de la Secretaría General del Movimiento”.
Llerena fue uno de los pueblos que más resistencia ofreció. Sus fo­sas comunes están aún repletas de muertos. También están repletos de fosas comunes otros muchos pueblos, como Don Benito, Villanueva de la Serena, Herrera del Duque, Guare­ña o Jerez de los Caballeros.
En Guareña fueron quemados los cuerpos, después de ser asesinados. El cura de Zafra, Juan Galán Bermejo, se encargó de marcar a quienes debían matar. A preguntas de Marcel Dany, de la Agencia Hava, el cura de Zafia respondía que“to­davía no hemos tenido tiempo de legislar cómo y de qué manera se­rá exterminado el marxismo en Es­paña; por eso, todos los procedi­mientos de exterminio de estas ratas son buenos. Y Dios, en su inmenso poder y sabiduría, los aplaudirá”. El cura Juan Galán Bermejo, siempre portaba una pistola de do­tación sobre la sotana, y fue el eje­cutor directo de unos 750 asesinatos.
Recuerda Jorge Mora que, en Guareña, acababan a puñaladas con quien les daba la gana; muchos que­daban semivivos en el montón. Lue­go los rociaban de gasolina y les prendían fuego. Cuando llegó octu­bre de 1936, Guareña ya se había re­convertido en un pueblo vacío y mal­dito pues los cruzadistas-cristianos, como llamaban los curas a moros y legionarios, lo habían transformado en zona de crímenes continuos.
Las tropas de Yagüe, que llegan a las puertas de Badajoz el 13 de agosto, traían de servicio complementario unos pelotones de reque­tés, falangistas y voluntarios de de­rechas que actuaban como policía política en zonas ocupadas. Eran los encargados de señalar a los rojos que luego irían a la Plaza de Toros o eran inmediatamente degollados por las bayonetas de los moros que for­maban parte del Tabor de Regula­res. La resistencia en la capital ex­tremeña solo pudo durar escasamente un día; inmediatamente después vendría la primera matanza salvaje. Como di­ría Rafael Tenorio: “los moros, suel­tos como perros rabiosos, armados hasta los dientes, caen sobre la ciudad martirizada y asesinan alevo­samente a todo aquél que se aven­turó a salir a la calle; hubo quien murió acuchillado simplemente por llevar una cadena de oro o un reloj que despertaba la codicia de aquellos mercenarios; en Badajoz. se veían cadáveres esparcidos, con cuchillos clavados hasta la empu­ñadura; algunos oficiales alemanes, al servicio de los milita­res golpistas se daban el “gusto” de fotografiar los cadá­veres castrados por legionarios y tropas moras. Fue tal la sacudida internacional que produjo algu­na publicación, que el propio cri­minal Franco ordenó a Yagüe que cesaran las castraciones y los ritos sexuales 'en público' con 'los enemigos de la patria'; pero seguían haciéndolo; luego, en To­ledo. Navarra, Bilbao, Galicia, Aragón, La Rioja, León o Madrid, entrando a sangre y fuego”.

NOMBRES Y APELLIDOS

Entonces continuó un ceremo­nial de muerte y sangre que parecía no acabar nunca. Conocidos falangistas extremeños se encargan de delatar y localizar a los rojos repu­blicanos. Entre ellos destacan al­gunos con especial fiereza. Maria­no Ramallo, fue uno de los encargados del menester. Su sobrino Luis Ramallo fue presidente de la Junta de Extremadura y en 2002 un personaje mafioso impli­cado y destacado en el asunto Gescartera. Asimismo, por otro lado, el cura Lomba elaboraba las listas de quienes aún vivían y había que de­tener para llevarlos a la Plaza de Toros.
Los supervivientes de Bada­joz, todavía hoy (en 2007) siguen impresio­nados por la represión feroz que se desató; los más rigurosos cálculos demues­tran que más de 8.000 personas fueron fusiladas, de los que la cuar­ta parte sería asesinada en la Plaza de Toros. En las paredes de la catedral eran e1iminados para “no dejar atrás focos de rojos”.
Así se distinguirían sanguina­riamente varios falangistas, des­tacando Arcadio Carrasco, que fue nombrado en los 40 Marqués de la Paz, ironías de la vida, y presiden­te del Sindicato Vertical; Jor­ge Pinto, terrateniente de Olivenza, era especia1mente sádico con las mujeres, haciéndolas bailar antes de matarlas, abriéndolas en canal y arrancándoles las tripas. Reconoci­dos matones y pistoleros eran Leopoldo Ríos Lagrimal, Avelino Villalobos, Antonio Ardillas o el “Colorado” de Basajo. Agustín Carandell asesinó a 34 presos, atados entre sí, en la puer­ta del ayuntamiento, ante todo el mundo, después de una opuesta con el sargento moro Ahmed Mohamed Muley. Guillermo Jorge, otro sádi­co falangista, organizaba fiestas en plan verbena con los detenidos, pa­ra terminar degollándolos con un rito brutal. Eduardo Esquer fue procurador en Cortes en las legislaturas fran­quistas; y así una larguísima lista reco­nocible de individuos...
Manuel García Moreno, que vi­vió 22 años en Francia y después en una residencia de ancianos, decía que “estaba defendiendo la Puerta del Pilar el 14 de agosto y la abandonamos cuando ya esta­ban encima de nosotros y muchos de nuestros compañeros muertos; salimos por Villanueva del Fresno y les destrozamos la Columna de Castejón. Cuando lo tomaron, mataron a to­dos los que cogieron. Los que escaparon nos contaban que a los que lleva­ban a la Plaza de Toros, les colo­caban banderillas como a las reses. En el ce­menterio mataron a dos tíos míos, después de obligarles a cavar su propia tum­ba, junto con diez mujeres y dieciocho hombres”.
Una orgía imparable de sangre recorría la ciudad de Badajoz y sus alrededores. Perseguían a los repu­blicanos por las azoteas, cazándo­los como a moscas, haciendo apues­tas entre tropas moras, falangistas y legionarios; los marca­ban a hierro como a las vacas. Manuel Ramallo y Antonio A1meida Segu­ra, destacados falangistas, iban a por todas, dirigiendo y ejecutando torturas y asesinatos, mientras la Autoridad Militar jaleaba sus crímenes. En la Plaza de Menacho, los moros que integraban la Columna de Asensio, se divertían abriéndoles el cuerpo a los detenidos antes de matarlos y, aún vivos, les cortaban la cabeza y las metían en el propio cadáver del asesinado.

“MEJOR MUERTO QUE DETENIDO”

“Nosotros vivíamos cerca de la Plaza de Toros; veíamos a los muertos en zaguanes y calles. Mi padre nos llevó a Portugal; allí teníamos mucho cuidado, pues sabíamos que la policía de­volvía a Franco a quienes cogieran”.
Marce1 Dany, de Havas, contó como “la sangre corría a ríos por las calles”; Rey­no1ds Packard, del Herald Tribune, agregaba que, “tan pronto como los detienen, los presos republicanos son ejecutados en masa”. Muchos intelectuales y funcionarios fieles a la República fueron torturados y asesinados.
Los que conseguían pasar clandestinamente a Portugal, eran devuel­tos por la policía zalazarista, enviándolos a la muerte.
Recuerda Jorge Morales:“El 19 de agosto se celebró un ac­to cívico-militar con la presencia de los obispos y las nuevas autori­dades, y al final de la misa, ante todos los asis­tentes, fue fusilado el ex-alcalde republicano de la ciudad junto a otros 12 compañeros. Mientras, la banda militar amenizaba el terrible espectáculo. Los cadáve­res de los asesinados estuvie­ron 3 días expuestos al sol, con un letrero debajo que decía “éstos son los asesinos de Badajoz””.
Los fascistas empiezan a re­organizar la vida civil de Badajoz. Los bandos militares se publican en el periódico que confiscaron al Partido Comunista y se lo ceden a la em­presa del obispado: Editorial Ca­tólica, por “la contribución y decisivo papel en la detención de las alimañas rojas”.
Las detenciones continuaron, las matanzas se atenúan unos días, pero vuelven a resurgir con más fuer­za al poco. El teniente co­ronel Yagüe ordena el acopio de presos. la mayoría civiles, que van deteniendo en toda la provincia y los que entregaba la policía portuguesa. Así, durante las dos noches siguientes, y en distin­tas oleadas, llevan a cabo las matanzas más horrorosas que nadie puede imaginar. Son las noches y madrugada del 13 y 14 y toda la jornada del 15 de agosto.
Desde que las colum­nas de Asensio y Castejón, al mando de Juan Yagüe, salieron de Sevilla; y desde que las tropas al mando de Tella toman Mérida­, a la capital extremeña llega­ban cada día grupos de personas aterrorizadas y temerosas. Huían de la barbarie de sangre que los fascistas regaban a su paso. Más de 10.000 personas entran en Badajoz antes de114 de agosto. Tras las masacres, muchos de ellos morirían asesinados, otros en la resistencia al enemigo. Otros, al no lograr huir, se disparan un tiro antes de ser detenidos.
(En 2007), hay testigos aún así, supervivientes y familiares, buscando documentos, repasando crónicas periodísticas y, ya por último, asistiendo al levan­tamiento de cadáveres en las tantas fosas comunes donde, aún hoy, siguen enterrados miles de re­publicanos.
Nueve años tenía el escritor re­pub1icano Carlos Espada en 1936.­ Exiliado en Venezuela, publica Tres en uno; en los capítulos dedicados al mes de agosto de 1936 señala: “La relojería Parra esta­ba siendo asaltada por marroquíes que depositaban los re­lojes en sus gorros. Delante, se amontonaban los cadáveres de milicianos. La san­gre roja y espesa, se deslizaba por el escalón”. “Aquella noche no dormí; por la ventana entraba el ruido de disparos y olor a carne quemada. El gene­ral Queipo de Llano gritaba por ra­dio que las tropas 'sa1vadoras' ha­bían derrotado a todas las hordas marxistas de Badajoz. Al día si­guiente nos entregaron un uniforme de flecha (milicias infantiles fascistas) y un fusil de madera, pues­to que deberíamos aprender a matar”.

MUCHOS SILENCIOS CÓMPLICES

“En 1979, con motivo del 14 de agosto, quisimos poner un recor­datorio en el diario, como publici­dad pagada. Cuenta Alfonso González Bermejo, y el único dia­rio que había aquí, de la Editorial Cat6lica y del obispado, no nos lo aceptó por nada del mundo” “Aquellos crímenes y salvajadas no pueden quedar impunes, para... que no se re­pita, y para que sepamos quienes nos dejaron a todos los legados de lucha por la justicia, la igualdad, la decencia y la so1idaridad. ¡Pue­blo que no conoce su historia, está condenada a repetirla”. “En las dos matazas, asesinaron a más de cuatro mil personas, mujeres, an­cianos, jóvenes republicanos y gen­te sin compromiso político, pero que habían sido señalados por los te­rratenientes y por los falangistas”.
Los moros y los falangistas, so­bre todo, seguían con sus atroces diversiones ya caída la noche. El al­cohol era un asiduo acompañante de las columnas del teniente coro­nel Juan Yagüe. En Memorias de un republicano puede leerse que, “los fusila­mientos o degol1amientos de los ex­tremeños más significados por la defensa de los trabajadores y la República, los realizaban a las doce del día, y siempre, a los acordes de la 'macha real' y el himno de Falange.. Negarse a presenciar el espectaculo suponía convertirse en actor del mismo; la turba de por­tugueses que venía de Elvas y acom­pañaba a los falangistas, gritaba y danzaba, abrazándose a moros y 'cristianos' cuando un beduino segaba con su gumia la vida de cual­quier criatura. La cosa se desbor­daba cuando un moro cortaba la cabeza de una mujer republicana de renombre político o sindical”.
Mientras, en la Plaza de To­ros continuaba la fiesta. En el tendido, junto a la ba­rrera, habían instalado unos focos para iluminar la arena. Allí estaban atemorizados todos los presos republicanos. En el tendido, esperando el horrible espec­táculo, esperaban los señoritos fa­langistas y los terratenientes de la zona, los de siempre, junto a los jefes moros del Tabor de Regulares, alternando 'cristianamente' con las señoritas devotas que eran invita­das. Uno de los jefes moros, Muley Racbid, que se distinguía por su fie­reza, se vistió de torero sin quitarse sus sempiternos atuendos. Con la bayoneta a modo de estoque, jaleaba a los prisioneros como si de reses bravas se trataran; y terminaba su faena clavándole el hierro en el cuello o en la cara. Así, bestial­mente, acababa con ellos mientras los invitados aplaudían cada faena, careando olés a los asesinos. Eran las primeras horas del 15 de agosto, y el espectáculo seguía. Juan Gallardo Bermejo, mi­liciano preso, se lanzó sobre un legionario que lo toreaba y, después de arrebatarle la bayoneta, lo mató al1í mismo. Entonces, moros y legionarios se retiraron del coso. Sin esperar un minuto, empezaron a tro­nar las ametralladoras, mientras se oían el grito colectivo de los mili­cianos, mezclando los chillidos de horror con vivas a la República y a Extremadura socialista.

INVITAClONES A LOS DE SIEMPRE

“Aquellas ejecuciones (decía Yagüe), eran gratamente presenciadas por res­petables y 'piadosas' damas”, escri­bió Martínez Bande en La marcha sobre Madrid; también aplaudían “los jovencitos de San Luis, ec1esiásticos, virtuosos frailes y monjas de alba-toca”. Las ametralladoras no paraban. Hasta tal punto que, varias veces, fueron reemplazados los ti­radores. Entre los que nunca faltaban, el cura Lomba, un gran cazador de rojos. Dos o tres lograron sobrevivir, de casi 5.000. Es el caso del comunista Juan Adriano Albarrán que, con siete ba­lazos pero vivo, logro arrastrarse y esconderse en la casa de uno de sus compañeros. Ahora vive en París y aunque desea recordar tan trágicos momentos, no quiere regresar a Ba­dajoz, “pues si todas las noches sueño con aquella jornada del 14 de agosto, el día que esté allí me mo­riré de indignación, rabia e impotencia. ¡No puedo volver!”.
Los montones de muertos son enterrados en grandes fosas comu­nes, abiertas por presos que todavía quedaban vivos.
Antes de que se hiciera de día, una nueva hornada de presos lle­naba ya el coso de la Plaza de Toros. Era el amanecer del día 15 de agosto. Badajoz no dormía, mien­tras aquella orgía sanguinaria continuaba sin parar; a las seis de la mañana ponen en funcionamiento de nuevo las ametralladoras. Eran casi las ocho cuando habían rematado definitivamente su faena; unos moros re­pasaban los cadáveres uno a uno pa­ra arrebatarles todos 1os anillos, 1as medallas, los dientes de oro y cada una de las prendas que les gustaban; cuando no podían sacarles el aro de oro de un dedo, lo cortaban con el machete y, aún ensangrentado, lo guardaban en su mochila. Le abrían la boca al cadáver y si tenía dentadura de oro, se la arrancaban con la hoja de su bayoneta. Muchos de los republicanos que escaparon de Badajoz, y no eran devueltos por la policía portuguesa, volvieron po­co después para reagruparse en las guerrillas de Monsalut.
Años más tarde, hasta ya entrados los años 50, cada vez que anunciaban la aparición de una fo­sa común, se veían auténticas pere­grinaciones de familiares enlutados, jóvenes, niños y mayo­res. Trataban de identificar, entre tantos huesos aparecidos, a sus padres, madres, abuelos, maridos e hijos, a veces al reconocer sus pren­das, alguna prótesis o por la dentadura. Fosas comunes en Extremadura siguen existiendo en caminos, veredas, valles y montañas.
“Al hijo de un teniente que mataron los republicanos, le preguntan los moros que quería a cambio de la muerte de su padre, dice Jorge Morales. y él pidió que liquidasen a 400 personas de los pueblos cer­canos. En la finca de Los Bonales, fue el fusilamien­to; y aunque han pasado 70 años, aún queda alguna que otra señal”.
Empezaban a publicarse en la prensa local los bandos firmados por el teniente coronel Juan Yagüe Blanco; el bando de guerra apare­ce fechado el día 14 de agosto, aun­que se publica días después; con fe­cha del 15 aparece firmado el bando de defensa antiaérea, mientras que al día siguiente difunden otro refe­rido a los aspectos de la moviliza­ción civil. Junto a los bandos y las crónicas patrióticas, publican lis­tas de donantes de joyas, prendas, oro y dinero para apoyar la Santa Cruzada del Ejército Salvador con­tra la fiera marxista.
La reacción internacional fue progresiva, paralela a la llegada de noticias sobre las matanzas, crónicas escritas por periodistas que en­traron en Badajoz y que divulgaban algunas informaciones de tan macabra hecatombe sin precedentes.
Mucho más tarde, en la ­toma de Bilbao, el ideólogo fascista Ernesto Giménez Caballero decía en La Voz de España que “también ha sido indispensable, en la exinvicta Bilbao, el expurgo postvicto­ria, la limpieza y la depuración; pe­ro no excusado este deber ni omitido su cumplimiento, estoy seguro que no llegan a mil las `existencias´ eliminadas­ en un mes; las columnas rescatadoras que Dios guía no tenían que actuar con el ímpetu justiciero y purificador que en Sevilla, en Badajoz y en Málaga”.
“Mataron a nuestro padre de un tiro en la nuca” dicen los her­manos Benigno y Julián López Her­nández, “pero nosotros terminamos en zona republicana huyendo de las salvajadas que veíamos. De nues­tro pueblo, Talavera La Real, mata­ron a más de 500 personas; la población era de 3.000 habitantes en aquel tiempo. Nos co­gen en Alicante con unos 60.000 republicanos, que querían huir, y nos condenan a muerte; logramos escapamos. Luego, nos detuvieron; yo estuve en El Dueso (Benigno) hasta q­ue me trajeron a la cárcel de Badajoz, el año cincuenta y pico.
León Agama Suero es militante comunista; tenía 14 años cuando tomaron Badajoz; como no tenía salvoconducto, pasó gran parte de la guerra escondido en los me­lonares de su familia. “Los salvo­conductos los entregaba un tal caraquemada”, dice León, que “decía a quienes de­bían fusilar; otro famoso asesino era Eugenio el de Barcarrota. Juan Diáz Ambrona, pa­dre de Adolfo, que luego fue ministro franquista y que murió a tiro limpio con unos campesinos que tenían tierras de la Reforma Agraria y muchos otros”.
José Hernández Mulero, también un viejo comunista, dijo que “yo estuve en la plaza de Toros de Mérida; y más tarde me llevaron al campo de concentración de Castuera; pasé en la cárcel 10 años; muchos compañeros murieron apaleados; contar lo que nos hacían cada día es hablar de todas las perrerías que nadie pueda imaginar. Uno de los que organizaba las matanzas en Villanueva de la Serena, era Ro­mero Cuerda, después alcalde durante mucho tiempo; pero de los mayores asesinos, hasta años después, fue Agustín Ramos, al que nosotros llamábamos El Lobo”.

MUERTOS ROJOS, FOSAS COMUNES

Después de la muerte en sangre del dictador Franco, uno de los pri­meros levantamientos de cadáveres en una fosa común se haría cerca de Navas del Madroño. Los enterrados allí eran los huesos de personas naturales de Navas, pequeña localidad ex­tremeña, que en 1936 tenía 600 habitantes. En aquellas fosas estaban los restos de 74 republicanos; como habían previsto los investigadores. La fosa no estaba profunda, los huesos es­taban casi a flor de tierra; la segunda fosa estaba inundada de agua a los pocos metros; junto a los cráneos agujere­ados por las balas, había munición, brazos partidos y prendas personales; en la comitiva de duelo iban más de 3.000 personas. “No eran sindicalistas ni estaban en partidos, dice Santiago Cano, hi­jo de uno de aquellos asesinados. Casi todos eran unos hombres del pue­blo, campesinos pobres que habían visto en nuestra República una salida a la explotación de los caciques”.
Esta es la historia incompleta y sin final de una de las más atroces matanzas de la Guerra Civil española­, marcada por ta­les barbaridades.
“Si cuando habla­mos de esos crímenes, ejecuciones sumarias, o desapariciones, hay un sobrecogimiento general, al mencionar las masacres en la Plaza de Toros, estamos refiriéndonos a la cima de la psicopatía, a asesinatos rituales, hasta la saciedad, y a sádicas y morbosas liquidaciones humanas. Un capítulo muy importante y decisivo, es ne­cesario y éticamente obligado reconstruirlo en su totalidad” sentencia el profesor universitario Juan Antonio García Hernández.


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