Luis García Montero (recogido de Público)
Pocas cosas producen tanta emoción histórica como la lectura de las últimas cartas escritas, horas antes de su ejecución, por numerosos republicanos. Las palabras conservan el calor de un tiempo en el que la conciencia de la historia y la dignidad personal estaban unidas a la política. Dispuestos a no caer en la desesperación, con un pudor discreto que conmueve mucho más que un grito, los condenados pretendían ofrecer un testimonio de decencia. Las víctimas consolaban a sus familiares y a la vez arrojaban una botella al mar del futuro. El futuro y la decencia eran todavía para ellos artículos de primera necesidad.
Amós Acero, alcalde republicano de Vallecas, fue ejecutado el 16 de mayo de 1941. Esa misma madrugada escribió a su mujer y a sus hijos: “Me voy del mundo con la satisfacción y el orgullo de haber cumplido con mis deberes, sin daño y sin quebranto de nadie. Sembré el bien por doquier hasta entre mis adversarios. Sentid también vosotros este digno orgullo mío y que él sea el lenitivo que enjuague vuestras lágrimas y ahuyente vuestra pena. No me duele morir siendo inocente, lo doloroso sería morir culpable… Ya vendrán para vosotros y para todos mejores días y mi nombre de sacrificado recuperará el rango moral que me pertenece y no habrá logrado manchar nadie”.
Un poco antes, el 26 de septiembre de 1939, ejecutaron a Javier Bueno, el director del periódico socialista Avance. Pasó sus últimos días dando clases de gramática en la cárcel. A su hija Conchita le hizo llegar una carta la noche anterior al cumplimiento de la sentencia: “Tranquilidad y cuidad, sobre todo, a madre. Sois vosotros mi vida y de vosotros depende que sobrelleve mejor o peor estos días difíciles… Ya sabes que te tengo encargado que no creas que me han ahorcado hasta que te lo diga yo”.
El deseo de cuidar a los otros los acompañó en las horas más duras. El 29 de enero de 1940, soportando una pena de muerte que se conmutó por una inútil gracia de cadena perpetua, el poeta comunista Miguel Hernández envió desde la cárcel a su mujer 25 pesetas: “No las necesito, y aunque las necesitara, prefiero que compres con ellas cosas que le gusten a mi hijo… No se te ocurra mandarme nada. Otra vez hay pan en abundancia, y si no fuera por las duchas que me doy cada mañana, estaría como un cerdo”. Faltaban pocos meses para que las condiciones extremas, el hambre y el frío, urdieran su muerte, a través de una tuberculosis que ninguna autoridad se molestó en remediar con los cuidados necesarios. No hizo falta apretar el gatillo para ejecutar a muchos presos.
A Eugenio Mesón, sí. Militante de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), fue fusilado con otros compañeros el 3 de julio de 1941. Su mujer, Juana Doña, recibió este consejo: “En tu vida próxima encontrarás muchos buenos compañeros. No renuncies a la posibilidad de que renazca en ti una nueva pasión que llene tu vida como llenó la mía. Y si esto ocurre sólo os deseo que seas tan dichosa como lo fuiste conmigo”. Este sentimiento resultaba inseparable de otro: “Muero orgulloso de dar la vida por mi pueblo… El saber que he cumplido con mi deber… me da alientos sobrados para enfrentarme al piquete”.
Dionisia Manzanero, una de las Trece rosas, las muchachas ejecutadas el 4 de agosto de 1939, advirtió a su familia: “Pero tened en cuenta que no muero por criminal ni ladrona, sino por una idea”. Su amiga Julia Conesa, terminó su carta con un ruego: “Que mi nombre no se borre en la historia”. Escribió la palabra historia sin hache, le falló la ortografía, pero supo escribir bien, tenía cosas que decir y un deseo de testimonio: “Salgo sin llorar… Me matan inocente, pero muero como debe morir un inocente”.
Algunas veces los verdugos no dieron tiempo para escribir una carta. Al hermano mayor del poeta Ángel González, Manolo, lo sacaron una mañana en autobús, le pegaron un tiro y lo enterraron en una fosa. Fue una práctica común, un modo de facilitar el olvido con alevosía y premeditación.
Pero ahora, cuando hay tantos políticos que pierden la dignidad ante una cuenta de banco, merece la pena recordar un tiempo de entereza personal y pública ante la muerte. Fue una actitud inseparable de la decencia alegre y escrupulosa ante sus vidas. Ya es hora de que este país acuse recibo y conteste a sus cartas. ¿Es que sólo siguen vigentes los sellos de Franco?
Un poco antes, el 26 de septiembre de 1939, ejecutaron a Javier Bueno, el director del periódico socialista Avance. Pasó sus últimos días dando clases de gramática en la cárcel. A su hija Conchita le hizo llegar una carta la noche anterior al cumplimiento de la sentencia: “Tranquilidad y cuidad, sobre todo, a madre. Sois vosotros mi vida y de vosotros depende que sobrelleve mejor o peor estos días difíciles… Ya sabes que te tengo encargado que no creas que me han ahorcado hasta que te lo diga yo”.
El deseo de cuidar a los otros los acompañó en las horas más duras. El 29 de enero de 1940, soportando una pena de muerte que se conmutó por una inútil gracia de cadena perpetua, el poeta comunista Miguel Hernández envió desde la cárcel a su mujer 25 pesetas: “No las necesito, y aunque las necesitara, prefiero que compres con ellas cosas que le gusten a mi hijo… No se te ocurra mandarme nada. Otra vez hay pan en abundancia, y si no fuera por las duchas que me doy cada mañana, estaría como un cerdo”. Faltaban pocos meses para que las condiciones extremas, el hambre y el frío, urdieran su muerte, a través de una tuberculosis que ninguna autoridad se molestó en remediar con los cuidados necesarios. No hizo falta apretar el gatillo para ejecutar a muchos presos.
A Eugenio Mesón, sí. Militante de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), fue fusilado con otros compañeros el 3 de julio de 1941. Su mujer, Juana Doña, recibió este consejo: “En tu vida próxima encontrarás muchos buenos compañeros. No renuncies a la posibilidad de que renazca en ti una nueva pasión que llene tu vida como llenó la mía. Y si esto ocurre sólo os deseo que seas tan dichosa como lo fuiste conmigo”. Este sentimiento resultaba inseparable de otro: “Muero orgulloso de dar la vida por mi pueblo… El saber que he cumplido con mi deber… me da alientos sobrados para enfrentarme al piquete”.
Dionisia Manzanero, una de las Trece rosas, las muchachas ejecutadas el 4 de agosto de 1939, advirtió a su familia: “Pero tened en cuenta que no muero por criminal ni ladrona, sino por una idea”. Su amiga Julia Conesa, terminó su carta con un ruego: “Que mi nombre no se borre en la historia”. Escribió la palabra historia sin hache, le falló la ortografía, pero supo escribir bien, tenía cosas que decir y un deseo de testimonio: “Salgo sin llorar… Me matan inocente, pero muero como debe morir un inocente”.
Algunas veces los verdugos no dieron tiempo para escribir una carta. Al hermano mayor del poeta Ángel González, Manolo, lo sacaron una mañana en autobús, le pegaron un tiro y lo enterraron en una fosa. Fue una práctica común, un modo de facilitar el olvido con alevosía y premeditación.
Pero ahora, cuando hay tantos políticos que pierden la dignidad ante una cuenta de banco, merece la pena recordar un tiempo de entereza personal y pública ante la muerte. Fue una actitud inseparable de la decencia alegre y escrupulosa ante sus vidas. Ya es hora de que este país acuse recibo y conteste a sus cartas. ¿Es que sólo siguen vigentes los sellos de Franco?
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100 años del nacimiento de Miguel Hernandez
Rusia
Rusia
En trenes poseídos de una pasión errante
por el carbón y el hierro que los provoca y mueve,
y en tensos aeroplanos de plumaje tajante
recorro la nación del trabajo y la nieve.
De la extensión de Rusia, de sus tiernas ventanas,
sale una voz profunda de máquinas y manos,
que indica entre mujeres: Aquí están tus hermanas,
y prorrumpe entre hombres: Estos son tus hermanos.
Basta mirar: se cubre de verdad la mirada.
Basta escuchar: retumba la sangre en las orejas.
De cada aliento sale la ardiente bocanada
de tantos corazones unidos por parejas.
Ah, compañero Stalin: de un pueblo de mendigos
has hecho un pueblo de hombres que sacuden la frente,
y la cárcel ahuyentan, y prodigan los trigos,
como a un inmenso esfuerzo le cabe: inmensamente.
De unos hombres que apenas a vivir se atrevían
con la boca amarrada y el sueño esclavizado:
de unos cuerpos que andaban, vacilaban, crujían,
una masa de férreo volumen has forjado.
Has forjado una especie de mineral sencillo,
que observa la conducta del metal más valioso,
perfecciona el motor, y señala el martillo,
la hélice, la salud, con un dedo orgulloso.
Polvo para los zares, los reales bandidos:
Rusia nevada de hambre, dolor y cautiverios.
Ayer sus hijos iban a la muerte vencidos,
hoy proclaman la vida y hunden los cementerios.
Ayer iban sus ríos derritiendo los hielos,
quemados por la sangre de los trabajadores.
Hoy descubren industrias, maquinarias, anhelos,
y cantan rodeados de fábricas y flores.
Y los ancianos lentos que llevan una huella
de zar sobre sus hombros, interrumpen el paso,
por desplumar alegres su alta barba de estrella
ante el fulgor que remoza su ocaso.
Las chozas se convierten en casas de granito.
El corazón se queda desnudo entre verdades.
Y como una visión real de lo inaudito,
brotan sobre la nada bandadas de ciudades.
La juventud de Rusia se esgrime y se agiganta
como un arma afilada por los rinocerontes.
La metalurgia suena dichosa de garganta,
y vibran los martillos de pie sobre los montes.
Con las inagotables vacas de oro yacente
que ordeñan los mineros de los montes Urales,
Rusia edifica un mundo feliz y trasparente
para los hombres llenos de impulsos fraternales.
Hoy que contra mi patria clavan sus bayonetas
legiones malparidas por una torpe entraña,
los girasoles rusos, como ciegos planetas,
hacen girar su rostro de rayos hacia España.
Aquí está Rusia entera vestida de soldado,
protegiendo a los niños que anhela la trilita
de Italia y de Alemania bajo el sueño sagrado,
y que del vientre mismo de la madre los quita.
Dormitorios de niños españoles: zarpazos
de inocencia que arrojan de Madrid, de Valencia,
a Mussolini, a Hitler, los dos mariconazos,
la vida que destruyen manchados de inocencia.
Frágiles dormitorios al sol de la luz clara,
sangrienta de repente y erizada de astillas.
¡Si tanto dormitorio deshecho se arrojara
sobre las dos cabezas y las cuatro mejillas!
Se arrojará, me advierte desde su tumba viva
Lenin, con pie de mármol y voz de bronce quieto,
mientras contempla inmóvil el agua constructiva
que fluye en forma humana detrás de su esqueleto.
Rusia y España, unidas como fuerzas hermanas,
fuerza serán que cierre las fauces de la guerra.
Y sólo se verá tractores y manzanas,
panes y juventud sobre la tierra
por el carbón y el hierro que los provoca y mueve,
y en tensos aeroplanos de plumaje tajante
recorro la nación del trabajo y la nieve.
De la extensión de Rusia, de sus tiernas ventanas,
sale una voz profunda de máquinas y manos,
que indica entre mujeres: Aquí están tus hermanas,
y prorrumpe entre hombres: Estos son tus hermanos.
Basta mirar: se cubre de verdad la mirada.
Basta escuchar: retumba la sangre en las orejas.
De cada aliento sale la ardiente bocanada
de tantos corazones unidos por parejas.
Ah, compañero Stalin: de un pueblo de mendigos
has hecho un pueblo de hombres que sacuden la frente,
y la cárcel ahuyentan, y prodigan los trigos,
como a un inmenso esfuerzo le cabe: inmensamente.
De unos hombres que apenas a vivir se atrevían
con la boca amarrada y el sueño esclavizado:
de unos cuerpos que andaban, vacilaban, crujían,
una masa de férreo volumen has forjado.
Has forjado una especie de mineral sencillo,
que observa la conducta del metal más valioso,
perfecciona el motor, y señala el martillo,
la hélice, la salud, con un dedo orgulloso.
Polvo para los zares, los reales bandidos:
Rusia nevada de hambre, dolor y cautiverios.
Ayer sus hijos iban a la muerte vencidos,
hoy proclaman la vida y hunden los cementerios.
Ayer iban sus ríos derritiendo los hielos,
quemados por la sangre de los trabajadores.
Hoy descubren industrias, maquinarias, anhelos,
y cantan rodeados de fábricas y flores.
Y los ancianos lentos que llevan una huella
de zar sobre sus hombros, interrumpen el paso,
por desplumar alegres su alta barba de estrella
ante el fulgor que remoza su ocaso.
Las chozas se convierten en casas de granito.
El corazón se queda desnudo entre verdades.
Y como una visión real de lo inaudito,
brotan sobre la nada bandadas de ciudades.
La juventud de Rusia se esgrime y se agiganta
como un arma afilada por los rinocerontes.
La metalurgia suena dichosa de garganta,
y vibran los martillos de pie sobre los montes.
Con las inagotables vacas de oro yacente
que ordeñan los mineros de los montes Urales,
Rusia edifica un mundo feliz y trasparente
para los hombres llenos de impulsos fraternales.
Hoy que contra mi patria clavan sus bayonetas
legiones malparidas por una torpe entraña,
los girasoles rusos, como ciegos planetas,
hacen girar su rostro de rayos hacia España.
Aquí está Rusia entera vestida de soldado,
protegiendo a los niños que anhela la trilita
de Italia y de Alemania bajo el sueño sagrado,
y que del vientre mismo de la madre los quita.
Dormitorios de niños españoles: zarpazos
de inocencia que arrojan de Madrid, de Valencia,
a Mussolini, a Hitler, los dos mariconazos,
la vida que destruyen manchados de inocencia.
Frágiles dormitorios al sol de la luz clara,
sangrienta de repente y erizada de astillas.
¡Si tanto dormitorio deshecho se arrojara
sobre las dos cabezas y las cuatro mejillas!
Se arrojará, me advierte desde su tumba viva
Lenin, con pie de mármol y voz de bronce quieto,
mientras contempla inmóvil el agua constructiva
que fluye en forma humana detrás de su esqueleto.
Rusia y España, unidas como fuerzas hermanas,
fuerza serán que cierre las fauces de la guerra.
Y sólo se verá tractores y manzanas,
panes y juventud sobre la tierra
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