Iñaki
Egaña. Historiador
La verborrea de Carlos Urquijo es legendaria, pero no objetivo de este artículo. Perlas del estilo de cuando accedió al cargo, «no permitiré bromas sobre la unidad de España», han sido superadas con locuciones de lo más diversas. Las conocen de sobra. La última ha llenado las portadas de los diarios: «Hablar de presos políticos puede llevar a la ilegalización de un partido».
Parece que el tema semántico también es frente de guerra para aquellos a los que Urquijo representa, empeñados en vestirse con piel de cordero y dejar al resto la dermis lobezna. No deja de tener su gracia que la dirección de la Policía lance una orden en términos de «dejará de llamarse «escrache» pasando a ser denominado con la acepción castellana correspondiente (acoso, amenazas, coacciones, etcétera)». Escrache es precisamente palabra castellana, usada en Argentina para denunciar las acciones contra la impunidad de la dictadura militar.
No quiero desviarme. El anterior ha sido apenas un ejemplo de ese ambiente esquizofrénico en el que se mueven los colegas de Urquijo. Tal y como el rey Luis XIV señalaba, «el Estado soy yo», los actuales gobernantes han acuñado lo de «la democracia soy yo». El resto, ya lo han intuido, somos ETA. Incluso el probable sucesor de Rubalcaba, Eduardo Madina al que astutamente ha identificado el director del diario vasco-madrileño de Vocento como un infiltrado entre los últimos mohicanos leales al rey. El estilo Urquijo abruma.
La penúltima del corregidor, como muchas de sus soflamas, ha ido en tono amenazante. ¿Para que está un corregidor sino para amenazar? La ya señalada frase sobre los presos políticos. Una afirmación que, personalmente, me ha generado una pregunta, que quiero compartir.
¿A quién se refiere Urquijo como susceptible de ilegalización?
Antes, una matización. La denominación oficial de los presos políticos vascos (término este anterior utilizado por el grupo Etxerat y numerosos agentes políticos y sociales) es la de «presos etarras», un gentilicio mal aplicado. Mal empleado porque nadie nace siendo militante de ETA o preso de ETA, expresión ésta utilizada en los debates que llevaron al Congreso español en mayo de 2005 a autorizar y a promover el diálogo con la organización vasca.
El libro de estilo progubernamental no utiliza la voz «preso terrorista», aunque la posibilidad ahí se mantiene. Quizás por eso de que, como dijo en cierta ocasión Jesús Mari Zabarte, preso desde 1984, era un «militante de ETA en paro». Los terroristas son reconocidos en el Código Penal de EEUU como políticos: «Violencia premeditada y con motivos políticos perpetrada contra objetivos civiles por grupos subnacionales o agentes clandestinos».
No deja de ser curioso que la percepción de ETA, al otro lado del Atlántico y siguiendo su Código Penal, sería diferente, a pesar de la alineación de Washington con los sectores más retrógrados de la política española y francesa. Entre las 833 víctimas mortales causados por organizaciones vascas (758 por ETA), un total de 110 eran civiles. Sus autores, según EEUU, terroristas. Unos y otros, terroristas o no, cuando adquirieran la condición de presidiarios, serían considerados «presos políticos».
Quizás no viene al caso, pero por completar el mapa, la violencia del Estado, que tiene el monopolio de la misma según Max Weber, y en España es aplaudida e impune desde los Reyes Católicos, ha generado 310 víctimas mortales vascas, civiles, en los años de existencia de ETA. Tres centenares de hombres y mujeres que no tenían relación con grupos armados.
El filósofo francés Jacques Derrida escribió que «las víctimas del terrorismo son siempre víctimas civiles». Derrida ha pasado a la posteridad, precisamente, por su «deconstrucción», es decir la crítica, análisis y revisión de las palabras y sus conceptos. El apoyo a la causa de Mumia Abu-Jamal, detenido en 1981 y por cierto citado como preso político por Noam Chomsky o Günter Grass a pesar de, según sentencia, haber matado a un policía, hubiera convertido a Derrida en la España de Urquijo en un nuevo «etarra». Por ahí va la investigación policial, probablemente, cuando apunta a una campaña de captación de nuevos militantes de ETA.
Ya sabemos que el lenguaje tiene su trampa, no sólo por Derrida y el citado Chomsky. En 1998, el entonces presidente José María Aznar apuntó a contactos con el entorno del MLNV, Movimiento de Liberación Nacional Vasco. Tupamaros, vietnamitas, argelinos, incluso albaneses en la Segunda Guerra mundial o el propio Lázaro Cárdenas en el México actual han formado parte de movimientos de liberación. Motivos, evidentemente, políticos.
Aznar jugó entonces con un concepto acuñado por él mismo: «paz por presos». No eran entonces los vascos etarras, ni siquiera los terroristas de Robespierre que había cortado la cabeza al Capeto al inicio de la Primera República francesa. Ahora, según también resolución del Congreso español en junio de 1999, la situación de los presos, a secas, sería «consensuada, dinámica y flexible, acorde con el fin de la violencia».
Vuelvo a mi pregunta. ¿A quién se refiere Urquijo?
El entonces portavoz del PNV, Joseba Egibar, hizo unas aclaratorias declaraciones en noviembre de 1995: «La dispersión es ilegal y los ciudadanos encarcelados por su relación con ETA son presos políticos». Atutxa, aunque parezca mentira, hizo unas declaraciones similares. Vista la retroactividad en el castigo a las acciones punitivas (Tribunal Supremo 197/2006), ¿se referirá Urquijo al PNV?
La Alternativa KAS, motivo de discusión durante tres décadas, y manifiesto editado por centenares de medios decía exactamente: «La amnistía política entendida como la puesta en libertad de todos los presos políticos con sus derechos civiles y el libre regreso de todos los exiliados en las mismas condiciones jurídicas». Martín Villa, Andrés Cassinello, Txiki Benegas, Jesús Egiguren, Xabier Arzalluz, Martí Fluxá, Miguel Sanz, Felipe González... se movieron en sus contactos con esas referencias, precisamente, «presos políticos». ¿Serán ilegalizados? ¿Imputados?
Hace unos años, justificando la dispersión, el alma mater del sector cavernícola (no me refiero al mito de Platón sino al término al uso para designar a la derecha ultramontana), del que Urquijo hace gala pertenecer, fue tan directo como acostumbra. Sin percibir, quizás, que el lenguaje es traicionero, porque las palabras quedan grabadas y la mentira se hace evidente. Jaime Mayor Oreja intentaba justificar la dispersión de los presos vascos: «No son unos simples reclusos y eso exige un tratamiento político singular».
El razonamiento deductivo de Aristóteles, 2.300 años después, sigue siendo igual de contundente. En la medida que los presos vascos reciben un tratamiento político, obvio para quienes seguimos la crónica de este país, su condición es política. ¿O es que en el paroxismo de la necedad Mayor Oreja también es susceptible de perder su escaño en el Parlamento europeo por connivencia con el MLNV?
Durante 55 años, los penados vascos ha sido tratados y citados como presos políticos. En «Liberation», «Le Monde», «The Guardian» o «Washington Post». Por boletines de Amnesty Inernational, UGT, PNV y diversas comisiones de DDHH y Cruz Roja. Varios obispos criticaron su actividad, pero reconocieron el fondo político de su lucha. La agrupación de los presos vascos en Herrera de la Mancha obedeció a criterios políticos, tal y como su dispersión por decenas de cárceles españolas y francesas. De nuevo el razonamiento deductivo. ¿Medidas políticas para apolíticos? Ja.
En entrevista concedida a GARA el 11 de noviembre de 2011, ETA señalaba que «no había sido jamás un mero grupo armado de naturaleza política, sino una organización política que en un momento histórico decidió practicar la lucha armada». La lógica ha sido compartida por unos y otros, aliados, contrarios, enemigos, asociaciones de víctimas, ministros y dirigentes políticos.
Por ello, tras estas reflexiones y por si sirve en este panorama confuso y bélico del lenguaje, quizás sería más adecuado hablar de «políticos presos» más que de «presos políticos».
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