lunes, 5 de noviembre de 2007

OPINIÓN: "Basado en hechos reales"


por JON ODRIOZOLA, escritor y periodista

Ya sea bajo el franquismo en blanco y negro o bajo el fascismo posmoderno y en technicolor, en el Estado español siempre ha habido prisioneros políticos.

Ni un solo día dejó de haberlos. Esa era la norma y no la excepción. También las llamadas democracias burguesas de corte europeo tienen a sus revolucionarios y disidentes entre rejas pero en menor número que en el Estado español, lo que refleja el grado de la lucha de clases.

Y cómo no, también los países socialistas ­donde también existe la lucha de clases­ tienen sus presos contrarrevolucionarios a quienes ya mismo ­para que se vea lo «totalitario» que es uno­ niego su carácter de «políticos». Un principio, casi axioma, de la revolución cubana, por ejemplo, fue aquel que decía: «Dentro de la Revolución, todo; fuera o contra ella, nada». El ensayista argentino, años ha (ya murió), Ezequiel Martínez Estrada, barruntaba: «Cuando un escritor o un intelectual le pregunta a las autoridades revolucionarias hasta dónde llega su libertad (de expresión), lo que le está preguntando, en realidad, es hasta dónde puede ser contrarrevolucionario». La revolución no es una entelequia pero no existe más limitación ­para que se vea lo «autoritario» y desfasado que es uno­ que aquella que atenta contra la revolución misma dizque las mayorías. ¿Y quién determina cuándo se atenta contra la revolución?, preguntará un adalid de los derechos humanos. Respuesta: la revolución misma, o sea, los revolucionarios y no, por ejemplo, las «masas», que no sé lo que es, como tampoco sé lo que es la «sociedad» o la «opinión pública».

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Los socialistas utópicos que todavía escribimos a mano y con boli sabemos que nos tintamos las yemas de los dedos. También el fascismo niega el carácter político a los presos que genera su régimen. Viene a decir algo así: «dentro del fascismo (o la democradura), todo; fuera del fascismo ­de las 'reglas del juego'­, nada». No es difícil advertir el paralelismo entre este último diktum y el canon más arriba citado. Aquí es donde hay margen de maniobra para las «terceras vías» y las «equidistancias» popperianas.

Hagamos ahora pequeña y brevísima historia por si se olvida o por si las flái.

Los presos políticos entraron en las cárceles en tres oleadas sucesivas. Primero fueron los republicanos derrotados en la guerra civil. Luego los opositores al franquismo y, finalmente, muerto ya Franco, los que se enfrentaron a la llamada reforma política que llevó a cabo el régimen para simular su cambio de fachada y tratar de embaucar y ampliar su base social. Esto sí que fue el principio de una verdadera «añagaza», que todavía dura, como bien sabe el señor Alfredo Pérez Rubalcaba.

Durante la autocrismada «transición», unos presos salían por una puerta aclamados como antifascistas o patriotas en las plazas de sus pueblos, mientras que otros entraban por la otra puerta motejados de y como «terroristas». Y es que había llegado ­como puritita trasverberación­ la «democracia». Ese diapasón, esa piedra de toque, ese «corte epistemológico» que convierte-transverbera­ a un facha en demócrata y torna a un revolucionario en «terrorista».

El 26 de noviembre de 1975, tras la muerte de Franco, entubadísimo pero en la piltra, el Gobierno se ve forzado a promulgar un indulto limitado ­que algunos calificaron de «insulto»­ por el que salen, con cuentagotas, menos del 10% de los presos políticos encarcelados. Nótese que a finales de 1974 había unos 2.500 presos políticos en el txabolo. El Gobierno declaró que no habría más indultos porque, según él, los presos «verdaderamente políticos» ya habían salido. Eran los Marcelino Camacho, Simón Sánchez Montero, gente involucrada en lo que en su día se llamó «Proceso 1001», militantes del PCE de Carrillo y de CCOO. Una vez en la calle, se les paseó mucho por los medios de comunicación tal y como hasta hace no mucho se hiciera con los «arrepentidos».

Pero no había amnistía. El indulto no engañó a nadie y las movilizaciones por la amnistía se recrudecieron a finales de 1975 con la campaña «para navidad todos en casa». El 8 de julio de 1976 comenzó una nueva semana pro-amnistía. Antes, en marzo, tuvieron lugar los sucesos de Vitoria. En el invierno de 1976, mientras el Gobierno preparaba la campaña de referéndum para aprobar la reforma política que traería la «joven democracia», los GRAPO ­antes «oscuros» y hoy «ultraizquierda»­ secuestran («arrestan» en su terminología) el 11 de diciembre al oligarca Oriol (presidente del Consejo de Estado) y, una semana después, al teniente general Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Su objetivo era expresar su voluntad unitaria en la lucha por la amnistía en contra del enemigo común. Los secuestrados fueron rescatados en febrero de 1977 pero, un mes después, en marzo, una nueva semana pro-amnistía forzó al Gobierno a sacar más presos de las cárceles.

Pero tampoco salieron todos. En abril-mayo del 77 hay una nueva semana pro-amnistía que es reprimida salvajemente con el resultado de cinco manifestantes muertos en Euskal Herria y más de 300 heridos por la policía. Siguieron las movilizaciones y en octubre de 1977 el Gobierno se vio obligado a conceder el último indulto saliendo todos los presos políticos (el último Fran Aldanondo, Ondarru) excepto los militantes de los GRAPO.

De aquí que, como dijera antes, no hubo un solo día sin presos políticos a lo largo de toda la transición.

Dando un brinco en el tiempo, el Gobierno del PSOE dará un giro en 1987 en su estrategia represiva. Hará de los presos verdaderos rehenes en manos del Estado para «ablandar» el «entorno». En 1987 se frena la escalada de asesinatos de los GAL contra refugiados vascos en Iparralde y es entonces que la república francesa comenzará a expulsar masivamente refugiados hacia el Estado español por el procedimiento de «urgencia absoluta». También se firman los «pactos anti-terroristas» de Ajuria Enea y Madrid. Es aquí que los presos políticos desempeñan un papel de primer orden y el Gobierno psoísta iniciará su «política» de dispersión para tratar de que claudiquen y arrastren con ellos a familiares, amigos y demás resistencia. La dispersión y el «arrepentimiento» eran dos caras de la misma moneda.

Esto que cuento, y es sabido, fue ayer, como aquel que dice. Hoy, viendo lo que hay, parece que fue ayer. Igual es que seguimos en el ayer. Así lo querría el Estado: detener el tiempo, abolirlo. No leyeron a Heráclito y piensan que se bañan dos veces en el mismo río. Siendo que las aguas son distintas.

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