Cartel en inglés contra Monsanto. (y un campo arrasado con un espantapájaros con calavera) |
Investigación-Denuncia:
El
veneno en el cuerpo
Juan
Manuel Olarieta
Todas
las personas llevamos en el interior de nuestro organismo niveles
tóxicos de DDE, la huella del pesticida conocido por las iniciales
DDT. Lo ha vuelto a confirmar un artículo publicado en julio por un
grupo de investigadores de la Universidad de Granada y de la Escuela
Andaluza de Salud Pública.
Una
conclusión sorprendente del estudio es que las mujeres acumulan en
su organismo niveles de DDE que duplican a los detectados en los
hombres. La exposición es especialmente importante en las mujeres
que viven en las zonas rurales, con niveles hasta un 40 por ciento
superiores al de aquellas que viven en zonas urbanas.
Son
los estragos de la “revolución verde” que el capitalismo
implementó en la agricultura mundial durante la posguerra para
impedir la revolución roja. Hasta hace muy pocos años el DDT fue
ampliamente utilizado para fumigar, no solamente en el campo sino
también en las viviendas particulares. Los más viejos aún
recuerdan que en España todas las familias tenían un aspersor de
DDT con el que rociaban las habitaciones, cocinas y baños de las
casas para combatir las plagas de cucarachas, hormigas o mosquitos.
Monsanto
intoxica al mundo entero
El
DDT es un hidrocarburo clorado sintetizado por primera vez en 1874,
aunque su aplicación insecticida la descubrió Paul Muller en 1933.
En la década siguiente Monsanto lo reconvirtió en un arma de guerra
química para el ejército de Estados Unidos. El resto fue lo que los
economistas califican como “economías de escala”. Al final de la
II Guerra Mundial los laboratorios militares estadounidenses habían
sintetizado muchos compuestos químicos nuevos destinados a
transformarse en armas letales, tanto para los seres humanos como
para las cosechas; con algunas variantes, se podían utilizar también
en la agricultura como insecticidas o herbicidas.
La
ciencia moderna es inseparable de la guerra y el capitalismo. Por eso
a Norman Borlaug, el “científico” que impulsó para los
monopolios la “revolución verde”, responsable del envenenamiento
de los campesinos, las tierras y las aguas del mundo entero durante
la posguerra, le concedieron el Premio Nóbel de la Paz en 1970. Hoy
no hay más que alabanzas para describir la tarea que llevó a cabo.
A
falta de guerras, en 1945 la industria química tenía que
rentabilizar sus inversiones buscando nuevos mercados. La “revolución
verde” fue a la química lo que los “átomos para la paz” a la
física nuclear. De esa manera el DDT se convirtió en el agrotóxico
estelar con el que los monopolios estadounidenses envenenaron a toda
la humanidad. Literalmente.
Cuando
se conocieron los graves efectos del DDT sobre la salud humana, lo
sacaron de las habitaciones de las casas con el mismo sigilo con el
que lo metieron. Eliminaron las causas pero no los efectos, porque el
organismo no es capaz de degradar ese tóxico. Precisamente se diseñó
para ser resistente a la descomposición, lo que ha provocado que, en
la actualidad, continúe presente en la cadena alimentaria y,
naturalmente, en el medio ambiente.
Un
envenenamiento que se transmite de padres a hijos
Desde
que en los años sesenta en su obra “Primavera silenciosa” Rachel
Carson denunció los estragos del DDT, este compuesto químico es hoy
bastante conocido, aunque sólo por sus consecuencias sobre el medio
ambiente. Por ejemplo, sigue apareciendo su huella en el tejido
adiposo de los pingüinos de la Antártida, en donde no parece que
nadie hubiera fumigado. En 1976 se prohibió en Estados Unidos porque
el mosquito anófeles, que actúa como vector transmisor de la
malaria, había desarrollado resistencia al insecticida, no por otro
tipo de razones médicas ni ecológicas.
En
la década de los ochenta su uso también se prohibió en España,
como en la mayoría de los demás países. La prohibición llegó muy
tarde y el DDT se ha convertido en un problema de salud pública de
dimensiones mundiales: a la humanidad le han metido concentraciones
insalubres de DDE en su cuerpo y habrá que buscar a los responsables
de ello.
Pero
lo malo puede resultar aún peor. La presencia del tóxico no se ciñe
solamente a los adultos, y singularmente a la mujer, sino que se
transmite a los hijos recién nacidos durante la lactancia. El DDT es
soluble en lípidos, por lo que se concentra en el tejido adiposo
(grasa). La leche materna acumula un tres por ciento de grasa
mezclada con DDT, que se transmite al recién nacido.
Al
pesticida se le ha relacionado con diversos efectos sobre la salud,
tanto durante el nacimiento como durante la edad adulta. Cuando una
persona intoxicada por el pesticida adelgaza, el DDT pasa al torrente
sanguíneo y de ahí al sistema nervioso central. Es muy posible que
algunas alteraciones neuroconductuales tengan este origen.
A
pesar de ello, la Organización Mundial de la Salud anunció en 2006
que volverá a autorizar el empleo de DDT como insecticida contra la
malaria.
Cartel de 1950 vendiendo DDT. |
La
guerra en el frente interior
Uno
de los efectos más ignorados del DDT es la poliomielitis, como
demostró el doctor Ralph R. Scobey en los años cincuenta. Según
Scobey la causa de la polio no es vírica sino tóxica. En
definitiva, la palabra virus procede del latín y significa veneno.
Desde
mediados del siglo XIX la medicina viene confundiendo ambas cosas,
venenos y virus, y en los años treinta la campaña propagandística
contra la polio en Estados Unidos fue el inicio de un giro histórico:
la ciencia y la medicina se convirtieron en un espectáculo de feria.
No es que a partir de entonces a la ciencia se aplicara las modernas
técnicas publicitarias sino que éstas nacen para manipular la
ciencia y la medicina. La campaña contra la polio supuso el tránsito
de las formas medievales de beneficencia a los requerimientos de la
“ciencia” moderna y el capital monopolista.
Para
ello no dudaron en explotar a fondo una enfermedad, calificada como
parálisis “infantil” con el propósito de multiplicar su impacto
mediático, creando una nueva área de negocio, las relaciones
públicas, una tarea en la que destacó Carl R.Byoir, con la
contribución personal del enfermo de polio más conocido del mundo:
el propio presidente F.D.Roosvelt, que no era precisamente un niño.
En
Estados Unidos la polio fue considerada como una “guerra en el
frente interior”, una auténtica cruzada que estableció un
precedente. A partir de entonces las campañas médicas cada vez se
parecen más a las militares. Hay una lucha contra el cáncer lo
mismo que hay una lucha contra el “terrorismo”, en donde la
propaganda y los medios de comunicación desempeñan un papel
fundamental. Toda guerra, militar o médica, arrastra su propia
lección.
Las
campañas propagandísticas de la posguerra pudieron más que las
investigaciones del doctor Scobey, transmitiendo que la polio está
causada por un virus, no por un veneno, un principio fundamental de
las corrientes dominantes de la medicina actual. Los “pequeños
detalles fraudulentos” de esa campaña (y de otras parecidas)
quedaron al margen porque una manipulación a gran escala necesita de
la histeria colectiva y de su virus correspondiente.
Scobey
fue condenado al ostracismo, uno más que añadir a una lista
bastante larga que tiene por objeto imputar las enfermedades
infecciosas a “causas naturales”, no a lucrativos negocios de los
monopolios.
Copiado
de:
Dibujo M.P.M. 2012. (rostro de hombre) |
M.P.M. 2012. Sin título.
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