Portada de "Cazar al delincuente" |
Recuperando
trabajos en prisión
José
María Sánchez Casas
Cárcel
de Sevilla, diciembre de 1996
“Cazar
al delincuente”
Desde
Luego, Onofre García Hijuela no sabia que aquél iba a ser su último
día y ni tan siquiera supo al final por qué lo asesinaron. Onofre
era algo corto de entendederas, un poco simplón y la embromada
víctima de los chicos del barrio. Vivía solo en un semisótano que
hacía de vivienda y local de trabajo, dedicándose a restaurar
muñecas y santos de escayola. La única habitación de la que
constaba el habitáculo tenía dos grandes ventanas abatibles que
daban a la calle a ras de la acera, así que uno de los grandes
entretenimientos del inocente Onofre era el de ver pasar zapatos y
pantorrillas embutidas en pantalones o finas medias. En la puerta del
inmueble había colocado un cartel que anunciaba: MAELLA - CLÍNICA
DE MUÑECAS. Maella no era Onofre, claro, sino el viejo propietario
del negocio que le enseñó el oficio y al morir se lo legó en
herencia. Mal que bien, se iba defendiendo el pobre Onofre, ya que
últimamente eran pocas las muñecas que le llevaban para reparar y
tan sólo de vez en cuando llegaba alguna beatona con su santo a
cuestas para que le restituyera los dedos o la nariz a su San
Francisco. Aquel día, que iba a ser el último de su vida, aunque él
no lo supiera, tenía sobre el banco de trabajo un San Juan al que se
le habían caído todos los dedos de su mano derecha, quedando tan
sólo los hierrecillos del armazón, y su sombra, agrandada sobre la
pared, hacía pensar en un extraño y diabólico ser con la zarpa
dispuesta para atacar.
Onofre
tendría unos cuarenta años, pero su apariencia era la de un niño
envejecido prematuramente. Casi no tenía frente, pues el pelo le
nacía a poca distancia de las cejas que eran muy pobladas, y su
altura no era superior al metro y medio. Poseía unas manos y pies
enormes en comparación con su enteco cuerpecillo, de manera que lo
que destacaba de su persona eran la cabezota y extremidades. Sin
embargo era muy ágil y corría como una liebre, facultad que en su
caso era de gran utilidad, sobre todo cuando tenía que huir de los
traviesos críos. Aparte de estos, tenía otro gran enemigo o, mejor
dicho, enemiga: una ladina gata callejera de color ceniza que se
había engolosinado con la vivienda de Onofre y cogido la costumbre
de entrar por la ventana y robarle lo que tuviera de cena o almuerzo;
huyendo a reglón seguido sin que hasta la fecha hubiera podido
pillarla y darle un porrazo que la dejara sin ganas de volver a
sisarle.
Y
precisamente en aquel momento la dichosa gata, aprovechando que
Onofre se encontraba embebido en su trabajo, con mucho sigilo se
había colado por la abierta ventana y con la panza rozando el suelo
se había arrastrado hasta el fondo de la habitación, saltando sin
hacer ruido a la mesita que servía de cocinilla y después de haber
cogido entre sus fauces un jurel que Onofre guardaba para la cena,
atravesaba a toda velocidad la habitación hacia la ventana.
Al
oír la carrera, asustado y teniendo aún en su mano derecha el San
Juan que reparaba, Onofre se volvió en el preciso momento que la
gata ratera daba un monumental salto para alcanzar la ventana y huir
con el botín. No se lo pensó dos veces y le arrojó con toda la
fuerza de su brazo la escultura de escayola que dio justo en el palo
que sostenía la hoja abatible de la ventana, arrancándolo de su
sitio, con lo que la hoja cayó violentamente sobre la cabeza del
felino que en ese instante casi alcanzaba su objetivo. El chasquido
del cráneo le hizo rechinar los dientes, a Onofre, claro, pues a la
gata no le dio tiempo ni para decir miau. Los dientes del restaurador
de muñecas comenzaron un castañeteo y danza frenética, el pánico
lo invadió y se quedó clavado en el suelo sin atreverse a acercarse
a la ventana. Realmente él no había querido hacerle daño, tan sólo
asustarla un poco... bueno... y encima el santo había ido a parar en
medio de la calle y ya no eran tan sólo los dedos lo que tendría
que reparar.
Fue
entonces cuando llamaron a la puerta del tabuco, haciendo pegar un
brinco al asustado Onofre. ¿Quién sería?. Tenía que esconder el
cadáver de la gata que continuaba allí, con la cabeza pillada por
la ventana y el cuerpo colgando a lo largo de la pared, pero no se
atrevía a tocarlo. Volvieron a insistir en la llamada, esta vez con
mayor contundencia, Aturrullado y temblón, se acertó a la ventana;
subiéndose a una banqueta agarró el rabo de la gata, levantó un
poco la hoja asesina y arrojó el exánime cuerpo bajo la mesa.
Voy... voy, dijo, y abrió la puerta lo justo para sacar la cabeza.
Era la portera, otra con la que tampoco se llevaba nada bien. ¿Qué
pasa, a qué viene tanto jaleo?, preguntó la vieja mientras se
esforzaba para ver el interior de la vivienda. Nooo... ve-verá, es
queee... bueno, la ventana, ¿sabe?, dijo Onofre señalando el arma
homicida pero sin dejar de mantener la puerta entornada. ¿Qué
ventana, ni que niño muerto?, si he visto salir y estrellarse en
medio de la calle a uno de sus malditos santos, ¡y que Dios me
perdone!, gritó la mujer persignándose varias veces. Haa si-sido un
ac-accidente... yo no quería, ¿comprende?... p-p-p-pero ella...
ella, balbuceó, Onofre mientras se le saltaban las lágrimas, ¡Ha
sido por su culp-p-pa... ella siempre me estaba robando!. ¿Pero de
quién está hablando?, preguntó la vieja mirando por encima de la
cabeza del asustado restaurador, aquí no hay nadie más que usted,
maldito loco; que tendría que estar encerrado en un manicomio y no
viviendo con gente decente, Escuche, voy a denunciarlo, se lo diré a
los dueños, Usted no está para vivir aquí, concluyó la vieja
haciendo un último esfuerzo por ver algo y marchándose luego
frustrada y gruñendo. Onofre cerró la puerta y se dejó caer sobre
ella, no sabía qué hacer. Pensó que tenía que sacar el cuerpo de
la gata, no podía dejarlo allí toda la noche.
Se
acercó a la mesa y agarrando una vieja toalla la arrojó sobre el
cadáver, que aún tenía entre sus dientes el pescado. Nuevos
porrazos hicieron que el corazón casi se le saliera por la boca.
Otra vez la dichosa portera, que desde la calle y a través de la
ventana le hacía señas de que abriera mientras mantenía en una
mano lo que quedaba del San Juan. Onofre subió la hoja y recogió la
maltrecha escultura. ¡Ya lo sabe, váyase buscando otro sitio donde
hacer sus marranadas, porque lo que es aquí le queda poco!, rugió
la vieja. Onofre cerró la ventana y dejó al damnificado santito
sobre la mesa. Haciendo de tripas corazón y casi con los ojos
cerrados, envolvió a la gata en la toalla junto con su perdida cena,
luego la empaquetó en papel de periódico y lo ató con una cuerda.
El paquete podría contener cualquier cosa, pero Onofre estaba
aterrorizado y pensaba que alguien podía darse cuenta de lo que
escondía. Estaba muy asustado. Creía que todos leerían en su cara
el crimen que acababa de cometer. Se puso la chaqueta, agarró
temblando el paquete y salió del cuartucho cerrando tras él la
puerta. Tenía que pasar por delante de la portería; ¿y si aquella
malvada bruja lo veía?. Volvió a entrar en el cuchitril, cogió una
bolsa de basura e introdujo el paquete en ella. Ahora disimulaba más.
Al pasar frente al cuarto de la portera observó que ésta, por
suerte, estaba de espaldas a la puerta viendo ensimismada un programa
de la televisión.
Foto. José María Sánchez Casas. |
En
la pantalla apareció en ese momento un titular en color rojo: CAZAR
AL DELINCUENTE. Onofre casi se muere del susto y despavorido echó a
correr hacia la calle. Corrió y corrió hasta que tropezó con un
enorme recipiente metálico para la recogida de basura. Miró a
derecha e izquierda y hacia arriba por si había algún vecino
asomado a la ventana. Eran las ocho de la tarde de un día de
diciembre y prácticamente había anochecido. La calle estaba
solitaria. Onofre arrojó la bolsa en el contenedor y se alejó a
buen paso. No se atrevía a volver a su habitación y el chasquido
del cráneo gatuno aún rechinaba en sus oídos. Lo mejor sería que
entrara en cualquier sitio a tomar algo y tranquilizarse.
Él
no tenía la culpa de lo que había pasado... y además nadie lo
había visto... aunque la vieja... No, ella tampoco había visto
nada. Al final de la calle existía una taberna. Lo sabía porque
algunas noches había cenado allí, cuando la jodida gata le
birlaba... ¡maldita sea!... Bueno, entraría. Se dirigió hacia el
local, entró y se sentó en una mesa, al fondo del local. Un joven,
con un paño al brazo, se le acercó y le preguntó qué iba a tomar.
Una coca-cola y... ¿qué tiene de raciones?... No, déjelo, tráigame
un poco de queso, tartamudeó Onofre. ¡Marchando!. Una de Burgos y
un tinto, y el camarero se retiró. Sólo entonces se atrevió a
echar una mirada a su alrededor. Unos cuantos parroquianos estaban en
la barra y una pareja de novios se achuchaban en el otro rincón del
bar. Sobre una consola, la televisión transmitía un programa al que
dos o tres clientes prestaban atención acodados sobre el mostrador.
Onofre miró la pantalla: un tipo repeinado estaba diciendo algo que
le produjo un retortijón de tripas. "...para detener al asesino
son ustedes imprescindibles. Los que consigan aportar pistas que
ayuden a su captura recibirán un magnifico obsequio cedido por Casa
Ordóñez, patrocinadora de este programa. Gracias a la colaboración
ciudadana hemos podido hacer un retrato robot que en estos momentos
va a aparecer en sus pantallas. Fíjense bien y...", pero Onofre
ya no oía nada, miraba aterrorizado lo que estaba apareciendo en
aquel rectángulo fluorescente. Primero, un invisible lápiz dibujó
una especie de huevo con la parte puntiaguda hacia abajo, después lo
que simulaba ser una peluca negra cubrió la parte superior de la
elipse, y más abajo, a la altura de las cejas, un trazo grueso que
iba de lado a lado. Luego, dos ojillos maliciosos, una nariz chata,
aplastada, y debajo una boca sin labios. ¡Era él!, estaba seguro,
¡era él!. Aquel maldito programa lo perseguía. Era el mismo que
estaba viendo la portera. Pero, ¿por qué?. ¿Cómo se habían
enterado?. Desde luego el rostro que aparecía en la pantalla podía
ser el de Onofre como el de cualquier otro. Era lo suficientemente
ambiguo como para que cientos de personas se pudieran ver reflejadas
en él. Pero a Onofre el pánico le nublaba el poco caletre que tenía
y pensó que de alguna forma misteriosa, que él no alcanzaba a
comprender, lo habían descubierto. En ese momento el camarero venía
hacia la mesa con una bandeja en la que portaba la consumición que
había pedido, y Onofre, asustado, de un salto se puso de pie
haciendo que la silla cayera al suelo ruidosamente; reculó
aterrorizado pegándose a la pared y haciendo que los tres o cuatro
que estaban en la barra se volvieran para ver qué ocurría. Mientras
él, con la cara desencajada y sin dejar de mirar el retrato robot
balbuceaba: Yooo no... he sido... fue ella... un ac-ac-accidente. Uno
de los clientes miró hacia la pantalla, luego a Onofre y preguntó:
¿Qué le pasa a ese tío?. Otro indicó: Oye, ¿no se parece al de
ahí?. El camarero se echó hacia atrás agarrando firmemente la
bandeja, como preparándose para defenderse con ella. Onofre no pudo
aguantar más y echó a correr hacía la salida mientras gritaba:
Nooo, no ha si-sido culp-pa mía. ¡Fue ella... ella...!.
Todos
los del bar lo siguieron precipitadamente y uno de ellos aclaró a
los demás: ¿Pero no se han dado ustedes cuenta?. ¡Es él!, el
asesino de la niña. ¡Vamos, tenemos que cogerlo!. Y salieron en
persecución de Onofre que en aquel momento y medio cayéndose torcía
una esquina. Los que iban tras él no paraban de gritar lo mismo: ¡A
ese, cogedlo, es el asesino!. Los gritos hicieron que se abrieran
muchas ventanas y comenzaran a salir a la calle algunos vecinos que
se unieron a la persecución, Algunos portaban palos y dos mujeres de
casi cuarenta años blandían una un cazo y otra una enorme sartén.
Conforme atravesaban más calles se les unían más gente, y Onofre,
que oía tras él el rugido de la jauría, vio llegado su fin.
En
ese momento -apenas habían transcurrido dos minutos desde que había
salido del bar- medio barrio corría tras él con muy malas
intenciones. Onofre se metió por un callejón oscuro y al llegar al
fondo vio con horror que un muro taponaba la salida. Buscó asustado
un sitio donde esconderse y al final de la pared encontró un boquete
por el que apenas cabía una persona. Se metió por él dejando parte
de la chaqueta a jirones y la piel magullada, Y siguió corriendo. La
angustia lo ahogaba. La multitud había llegado al callejón y
manifestaba su frustración con gritos y golpes. Uno de ellos, la
mujer de la sartén, encontró el boquete y avisó a los demás. Por
allí no podían pasar. Algunos, los más jóvenes, se auparon y
saltaron el muro, y los otros, guiados por un hombre con pinta de
oficinista, rodearon la manzana para llegar al descampado por el que
huía Onofre. Onofre, al que el terror le cortaba el resuello, ya no
podía con su alma y avanzaba a trompicones, cayéndose y viendo como
se acortaba la distancia entre él y sus perseguidores. Se terminó
el descampado, atravesó una avenida y enfiló una calle larga y
estrecha, cuando vio con horror que por la otra punta se acercaba a
toda velocidad unos potentes chorros de luz azul que giraban
iluminando tétricamente las fachadas de los edificios, mientras un
ulular taladrante llegaba hasta sus oídos, ¡Era la policia!. Onofre
no podía comprender el odio de aquella gente. Él no había tenido
la culpa. Y al fin y al cabo, la gata... era eso... tan sólo un
animal. No tenía dueño, y además le había estado robando su
comida día tras día. ¿Por qué le perseguían?. Se dejó caer
contra la pared, ya no podía correr más, las piernas no le
respondían y resbaló quedando sentado en la acera. Los primeros que
llegaron hasta él lo agarraron y zarandearon llevándolo hacia el
centro de la calzada, hasta que un sartenazo le abrió una brecha en
la cabeza e hizo que un hilillo de sangre rodara frente abajo.
Aquello fue como un toque de clarín, y los golpes, patadas y
puñetazos arreciaron sobre él. Cuando la policía pudo romper el
cerco que la muchedumbre formaba, encontraron en el suelo lo que
parecía un bulto de ropa vieja. Onofre aún respiraba, aunque con
dificultad. Tenía la cara cubierta de sangre y con un hilillo de voz
seguía repitiendo obsesivamente: Fuuu... é un ac-ac-accidente... yo
no que-quería haaa... cede dañoooo.
Dobló
la cabeza, un escalofrío recorrió su cuerpecito... y expiró. La
masa de buenos ciudadanos que lo habían linchado reculó en
silencio, sin mirarse entre ellos. En ese momento llegaron una
furgoneta y dos coches de los que salieron a la carrera hombres y
mujeres con cámaras de televisión y focos. Uno de ellos, un tipo
repeinado, se abrió paso entre la gente: ¡Dejen pasar, somos de
Canal-31 Abran paso, por favor, ¡Julio!, hazme una buena toma del
monstruo. Venga, vamos, preparados que estamos en directo! Y
pasándose la mano por la corbata para colocarla dentro de la
chaqueta se acercó el micrófono a los labios y dijo: Una vez más y
gracias a la valiosa colaboración de los seguidores de nuestro
programa hemos podido... ¡¡Vamos, grítenlo todos conmigo!!, dijo
animando a la muchedumbre, ¡¡CAZAR AL DELINCUENTE!!
¡¡CA-ZAR-AL-DE-LIN-CUEN-TE!!.
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