Foto del libro. "Mercenarios marroquíes de las tropas `nacionales' descansan, acaso tras las fatigas del pillaje, en la plaza mayor de una ciudad española". |
Memoria
Histórica
Cartas
de lectores:
Experimentos
médicos nazis con Gila.
De
verdad, siempre me había gustado el humor de Gila, pero no conocía
particularidades de la durísima vida que había llevado este maestro
del humor durante la Guerra. Me quito el sombrero de nuevo ante don
Miguel Gila.
Lo
recojo del libro “Los esclavos de Franco”, de Rafael Torres (Ed.
Oberon). F.
“Gila
combatió como soldado en el Ejército de la República, y su caso es
bien revelador al respecto.
Hecho
prisionero en el Viso de los Pedroches, en diciembre de 1938, por los
moros mercenarios de la 13 División del general Yagüe, fue, junto a
14 compañeros, fusilado sin contemplaciones, como cuenta en sus
memorias tituladas “Y entonces nací yo”:
«Nos
fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal.
El
piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago
lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las
manos apretando el cuello de las gallinas robadas con el ya
mencionado Ábrete Sésamo
de los vencedores de las batallas. El frío y la lluvia calaba los
huesos. Y allí mismo, delante de un pequeño terraplén y sin la
formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que grita:
“Apunten!iFuego!», apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos
unos sobre otros.
(...)
Catorce madres esperando el regreso de catorce hijos. No hubo tiro de
gracia. Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres jóvenes,
ya con el miedo y el cansancio absorbidos por la muerte. Por las
manos de los moros corría la sangre de las gallinas que acababan de
degollar. Hasta mis oídos llegaban las carcajadas de los verdugos
mezcladas con el gemido apagado de uno de los hombres abatidos.
Ellos, los verdugos, bañaban su garganta con vino, la mía estaba
seca por el terror. No puedo calcular el tiempo que permanecí
inmóvil. Los moros, después de asar y comerse las gallinas, se
fueron. Estaba amaneciendo».
Ileso
entre sus compañeros muertos, Miguel Gila pudo escapar cuando
marcharon sus ejecutores, llevando a hombros a su cabo, que tampoco
había sido muerto, sino sólo herido en una pierna. Llegó a
Hinojosa del Duque, ya tomado por los nacionales, donde dejó a su
compañero, y luego continuó huyendo hasta Villanueva, donde fue
apresado otra vez. Integrado bajo la lluvia en una columna de
prisioneros que cruzaba el pueblo en dirección a Valsequillo, volvió
a estar a merced de los moros de Franco («si alguno, por
debilidad caía al suelo, los moros le disparaban y allí, en la
cuneta de la carretera, amortajado por la lluvia, terminaba su
sufrimiento»), pero en Peñarroya, ,donde pararon, fueron
dejados en manos de la Guardia Civil, que les instaló en un solar.
Y
es aquí donde, camino del campo de prisioneros de Valsequillo, la
historia de Gila conecta estremecedoramente con la de aquellos otros
campos que el mentor y aliado de Franco, Hitler, había concebido
para el exterminio, el trabajo esclavo y la experimentación clínica
de millones de personas:
«Llegó
un teniente de Infantería acompañado de dos oficiales alemanes y un
médico también alemán. Querían probar, nos dijeron, una vacuna
contra el tifus y pidieron voluntarios para la prueba, con la promesa
de darnos doble ración de comida. Con aquél mi temperamento de
entonces no lo dudé un momento, fui el primero en dar un paso al
frente, conmigo alguno más. Nos pusieron una inyección en el
vientre, una aguja curva que parecía un gancho de los que usan en
las pollerías para colgar a los pollos, y tal como nos habían
prometido nos dieron pan y comida abundante, que compartí con
algunos de mis compañeros, con los más débiles. Los oficiales y el
médico alemán dejaron pasar unas horas para ver qué efecto causaba
la inyección. La cosa no fue grave, unos cuantos pequeños granos en
la piel que picaban endemoniadamente, tal vez algo de fiebre y nada
más».
El
testimonio de Gila sobre las condiciones de detención, trato,
alimentación
y régimen de trabajo coincide, por lo demás, con los de cuantos
sufrieron ese extra de humillación en la derrota. Recluido en
Valsequillo, un pueblo devastado por la aviación y la artillería,
Gila y los que compartían su infortunio eran «obligados a
trabajos forzados con pico y pala desde las seis de la mañana hasta
las cinco de la tarde, cuando nos daban la única comida del día,
una onza de chocolate, dos sardinas en aceite y dos higos secos, el
alimento necesario para mantenernos con vida».
Ahora
bien; ese trabajo agotador de once horas diarias no perseguía
precisamente la reconstrucción del pueblo de Valsequillo: «El
jefe del campo de prisioneros era un comandante de la Guardia Civil
con gafas oscuras y muy mala leche. Nos ordenó cavar una zanja de
tres metros de ancho por dos de profundidad, alrededor de todo el
pueblo, para, decía él: «Que no se fugue ningún prisionero».
Cada día nos marcaban desde dónde y hasta dónde teníamos que
cavar y sólo al terminar la tarea asignada íbamos a buscar la única
comida del día, las dos sardinas, la onza de chocolate y los dos
higos.»
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Histórica Internacionalista
Acontecimientos
del 18, 19 y 20 de junio.
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