M.P.M. (un joven con capucha, mirando desafiante) |
Dos
siglos de Resistencia Obrera
Agenda
EL
DÍA QUE LOS OBREROS DESARMARON A LA GUARDIA CIVIL
El
7 de marzo de 1987, se conoció la noticia del expediente de
regulación de empleo que significaba el despido de 500 obreros de
Forjas y Aceros de Reinosa (Cantabria).
La
respuesta no se hizo esperar. El día 11 de marzo, Enrique Antolín,
presidente de Forjas y Aceros, que había sido premiado con una
Consejería de Obras Públicas por el Gobierno Vasco, fue retenido
por los trabajadores de Forjas a los que se unieron los de Farga y
CEMESA.
Al
día siguiente destacamentos de asalto de la Guardia Civil asaltaron
el bunker donde lo tenían retenido. En ese momento sonaron las
sirenas de Forjas, todo el pueblo de Reinosa salió a la calle. Se
produjo una auténtica batalla campal. Una unidad de la Guardia
Civil, tras agotar toda la munición, fue acorralada y desarmada por
los obreros.
A
partir de ese momento Reinosa se convirtió en zona de guerra. Fue
cercada por las tanquetas de la Guardia Civil, centenares de obreros
fueron heridos, otros tantos detenidos; el 16 de abril, cuando la
población estaba concentrada, la Guardia Civil cargó contra
todos, hombres, mujeres, ancianos y niños.
El
asalto se saldó con 85 heridos graves y el asesinato de Gonzalo
Ruiz, un trabajador de Forjas, asfixiado con seis botes de humo
cuando intentaba refugiarse en un garaje.
El
PSOE, en su campaña electoral, presentaría más tarde un cartel con
el slogan: “Reinosa: las cosas bien hechas”.
-
Dibujo de M.P.M. 2007. Encapuchado.
Apoyo de Machado y otr@s intelectuales en el Diario "Milicia Popular". |
Antonio
Machado
Barcelona, viernes 16 de julio de 1937
año
LVI, número 22.883. página 1
Cuando
alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el
poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su
torre de marfil –era el tópico al uso de aquellos días–
consagrado a una actividad aristocrática en esferas de la cultura
sólo accesibles a una minoría selecta?, yo contesté con estas
palabras, que a muchos parecieron un tanto ingenuas: «Escribir para
el pueblo –decía un maestro– ¡qué más quisiera yo! Deseoso de
escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos
–claro está– de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por
de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra
tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no
acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el
pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, escribir
para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas.
Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España;
Shakespeare, en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los
genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin
saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la
suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de
gay-saber, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz, a mi modo,
de saber popular.
Mi
respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que
sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es obra
del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente
aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros meses
de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no
había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí
estas palabras que pretenden justificar mi fe democrática, mi
creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases
privilegiadas.
Los
milicianos de 1936
Después
de puesta su vida tantas veces por su ley al tablero…
I
¿Por
qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo,
hojeando, diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos?
Tal ves será, porque estos hombres, no precisamente, sino pueblo en
armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión
concentrada o absorta en lo invisible, de quienes, como dice el
poeta, «ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda
única –si se pierde, no hay otra– por una causa hondamente
sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes,
tanto es el noble señorío de sus rostros.
II
Cuando
una gran ciudad –como Madrid en estos días– vive una experiencia
trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella advertimos un
extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita
desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos
piensan, huya o se esconda, sino que desaparece – literalmente–,
se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad
es que, como decía Juan de Mairena, no hay señoritos, sino más
bien «señoritismo», una forma, entre varias, de hombría
degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse
a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene
que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las
botas.
III
Entre
nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo
es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede encontrarse acaso en
la educación jesuítica, profundamente anticristiana y –digámoslo
con orgullo—perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo
lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los
hechos sociales más de superficie –signos de clase, hábitos o
indumentos– a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos.
El señoritismo ignora, se complace en ignorar –jesuíticamente–
la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y
la afirma, en ella tiene su cimiento más firme y la ética popular.
«Nadie es más que nadie» reza un adagio de Castilla. ¡Expresión
perfecta de modestia y de orgullo! Si, «nadie es más que nadie»
porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien
gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. «Nadie es más que
nadie», porque –y éste es el más hondo sentido de la frase–,
por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el
valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que
siempre ha despreciado al señorito.
IV
Cuando
el Cid, el Señor, por obra de una hombría que sus propios enemigos
proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a romper el cerco que los
moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña Jimena, y a
sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo se gana el pan». Con
tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el
mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el rey
Alfonso y exigiéndole, de hombre a hombre, que jure sobre los
Evangelios no deber la corona al fratricidio. Y junto al Cid, gran
señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos dos
infantes de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos; aquellos dos
señoritos felones, estampas definitivas de una aristocracia
encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del
Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia
declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el
señoritismo leonés de aquellos tiempos.
V
No
faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan
hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan
lamentables como aquella del «robledo de Corpes». No afirmaré yo
tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda
el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos
milicianos y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene
lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá
que faltarle al respeto a la misma divinidad.
(…)
Cartel. "Jornada contra les presons". |
Convocatorias:
Barcelona,
domingo 18
Jornada
contra las prisiones
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Okupat Plaça Revolució
-Charlas,
comida solidaria, documental “Abajo los muros”, presentación de
las marchas a prisión del 31 diciembre...
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